miércoles, 14 de noviembre de 2012

TANTO MONTA...


En el actual contexto de elecciones donde los partidos estampan sus lemas en plásticos y papeles por las calles de la ciudad y propagan sus mensajes políticos, ambigüamente simbólicos, por los medios me gustaría echar la vista atrás y hablar sobre un lema que ha calado muy hondo en la historia de España y que pervive en nuestra sociedad con un eco rancio de tiempos pasados, el mítico "Tanto monta..."

Isabel y Fernando se acercaron al umbral de la exuberancia simbólica perdurable con su esfuerzo por tener un emblema con el que la gente pudiera visualizar la nueva y revolucionaria concepción del poder. En un ingenioso ejercicio sobre el alcance de las contraseñas, los hombres de la corte interpretaron los deseos de la reina creando para ella un haz de flechas, que significa la unión de los reinos; además, la F era la inicial del nombre de su marido. Para Fernando eligieron el yugo, entre otros motivos porque contiene la letra Y, la inicial del nombre de su esposa. Así se creó el famoso emblema del yugo y las flechas, que aparece en todos los escudos de armas como el elemento identificador del reinado, y con el que se contrarrestó el efecto comunicativo entre el pueblo del emblema de Enrique IV, una granada de oro sobre verde, cuya intención simbólica quedaba aclarada en el lema que acompaña a la imagen: “agridulce es reinar”. A este mismo contexto paraheráldico y protoemblemático pertenecen por derecho propio el yugo y las flechas.
Las flechas de Isabel están unidas con el yugo de Fernando, ambas se extienden hacia una granada abierta, una fruta madura, como la ciudad del mismo nombre. Se acordó que sobre el emblema se colocase una divisa, un lema, según la costumbre del siglo XV. Los maestros de ceremonias no tuvieron dudas al respecto. Propusieron el lema “Tanto monto”. Pero ¿cuál es su significado? Se han ofrecido dos.
Primer significado, el popular, que atiende más al imaginario de una sociedad que al conocimiento de la emblemática europea. En este caso, la tradición popular necesita ampliar el lema para dar paso al famoso pareado que se ha repetido, y se repite, hasta la saciedad: “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. El lema haría alusión al carácter paritario de la unión matrimonial de los Reyes Católicos, y significaría la manera de concebir un reinado donde la esposa y el marido consiguen un equilibrio perfecto. La gente lo ha querido ver así, incluso cuando bromea por el doble sentido del verbo “montar” en castellano: se precisa una realidad política que es tanto más real cuanto más se acerca la anulación de las formas tradicionales de la sumisión de las mujeres a los maridos, incluso en el caso de las reinas, siempre bajo la autoridad del macho que las somete a su voluntad.

La igualdad del gobierno de los Reyes Católicos convierte el lema en un reclamo hacia un hecho excepcional, inexplicable, que acerca aquellos años de su reinado a una eucronía de feliz memoria. Y esa interpretación se mantiene gracias sobre todo a la irritación que provoca en los eruditos que no entienden la pervivencia de un tópico que conculca los más elementales conocimientos de heráldica y emblemática referentes a la divisa y la empresa.
Las investigaciones de los eruditos sobre el lema han demostrado la inanidad de esa lectura popular. Y aquí aparece la encrucijada actual: ¿qué puede hacer el historiador profesional ante un caso semejante? ¿seguir irritado por la facilidad con la que se manipula el conocimiento del pasado, o, por el contrario, como sugiere Manuel Fernández Álvarez, aceptar la carga simbólica que tiene, para la gente común, el lema del reinado de los Reyes Católicos, e interpretar el “Tanto monto, monta tanto, Isabel como Fernando” como un fenómeno significativo?

Segundo significado, el erudito, el que se basa en el estudio de la heráldica y la emblemática de la época de los Reyes Católicos. El público general descubre con gradual sorpresa que el lema “Tanto monta” (así, sin añadidos) responde a una costumbre de la sociedad caballeresca de la Edad Media muy extendida entre aquellos nobles que pertenecían a alguna orden militar, como era el caso de Fernando, miembro de la Orden del Toisón de Oro, como su tío Alfonso el Magnánimo, o como su nieto Carlos V. Precisamente, un comentario a este último puso a los eruditos sobre la pista del verdadero significado del lema.
El 22 de enero de 1518 Alfonso de Zuazo escribió a Carlos V una carta en relación a la conquista de las Antillas, y en medio de ella insertó una observación en los siguientes términos: “ Éste es el verdadero nudo del Gordió, que el Rey Católico traía por divisa sobre sus armas”. Para Zuazo, como nos descubre Ruiz-Domènec, el lema “Tanto monta” es una mítica referencia a una de las leyendas más famosas de la Antigüedad, y que en la Castilla del siglo XV se conocía gracias al relato del historiador Quinto Curcio. Se trata del momento en que el macedonio Alejando Magno se encontró frente al desafío del nudo gordiano, un trozo de cuerda a las puertas de una ciudad de Asia Menor; quien lo desatara, según la leyenda, conquistaría el mundo. Alejandro decidió que era igual cortarlo que desatarlo: da lo mismo cortar que desatar el nudo alegórico de los problemas del Estado, porque lo que realmente importa es el resultado. Ese “da lo mismo” se convierte en lenguaje de la época en el “Tanto monta” de la divisa de Fernando, un caballero de la Orden del Toisón de Oro. ¿Quién se la sugirió? Al parecer fue el humanista Antonio de Nebrija quien le explicó a Fernando la anécdota de Alejandro, y probablemente quien le invitó a que la adoptase como divisa de sus armas.

El emblema y el lema son el signo de un reinado, el de un proyecto político que necesita por encima de cualquier cosa convencer a la sociedad. El hallazgo de Isabel afecta a la importancia concedida a las imágenes en el ejercicio del poder. Todas las formas artísticas de su reinado recibirán la huella de ese emblema y de ese lema y todas subsisten hoy en la memoria colectiva. Cualquier reflexión sobre esos signos nos remite a un hecho singular ocurrido casi cuatro siglos y medio después de su adopción por los Reyes Católicos, a la recuperación de esos signos en la década de 1930 por las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista de Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, que más tarde adoptará la Falange.
Basta decir que en el emblema y el lema de los Reyes Católicos se vive el valor de un nuevo cambio estructural en la historia, de un nuevo amanecer, como se decía en la deriva poética de los himnos de la Falange Española de la JONS, en la convicción de que el reinado de Isabel y Fernando volvía a recuperarse en todo su espíritu, proyectando un destino manifiesto en lo universal, que entusiásticamente se vinculaba a las enigmáticas “montañas nevadas” de sus cánticos. Expresiones cargadas de realidad doctrinal. Ese mundo en el que las cosas, para ser, den ser también un reflejo del tiempo áureo de la historia de España que solo la Falange de la JONS, y después su heredero natural, el Movimiento Nacional del general Franco, fueron capaces de interpretar adecuadamente en todas las dimensiones esotéricas de su proceso alquímico. Es el mundo en el que seguimos viviendo, naturalmente, que nos rodea dese hace más de setenta años como una sombra invisible. Todo esto puede verse aún en algunos aspectos de la últimas exposiciones, donde el simbolismo providencialista de la época de los Reyes Católicos resulta tan notorio y se halla tan presente en algunos comentarios sobre la eternidad de la unión de las tierras hispánicas.

BIBLIOGRAFÍA:
M.Á. Ladero Quesada, La España de los Reyes Católicos, Madrid, Alianza 1999
A. Alvar, Isabel la Católica, una reina vencedora, una mujer derrotada, Madrid, Temas de Hoy 2002   
A.Sesma, Fernando de Aragón. Hispaniarum rex, Zaragoza, Gobierno de Aragón 1992
J. Valdeón, Arte y cultura en tiempos de Isabel de Castilla, Valladolid, Ámbito 2003
J.E.Ruiz-Domènec, España, una nueva historia. Barcelona RBA 2006

domingo, 14 de octubre de 2012

1369-1474: EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN


La enseñanza tradicional de la historia nos ha creado un muro difícilmente escalable que es el paso de los siglos. Nos han enseñado que el hombre del siglo XIX es diferente de uno del siglo XX  y esto se incrementaba si echábamos la vista a siglos anteriores (X, XII, XIV). Recientemente falleció el hombre que transformó esa concepción de la historia, el gran maestro Eric Hobsbawm, que con su teoría de “el Corto siglo XX”, abrió la posibilidad de que un siglo englobase desde pocas decenas de años a más de un centenar de años rompiendo así el tabú que contabiliza los años del 00 al 99, permitiéndonos agrupar los siglos así los acontecimientos que se ven marcados por una misma concepción política o sistema de valores.

El siglo que comienza con la revolución política de los Trastámara en Castilla (1369) y termina con la llegada al trono de más famoso miembro de la dinastía, Isabel la Católica (1474), es el Gran Siglo de la Historia de España, con independencia de que se hable de la Corona de Castilla de La Corona de Aragón, del reino de Navarra e incluso, por qué no, del reino nazarí de Granada. Los tópicos sobre la crisis económica impiden comprender este hecho en toda su amplitud; también el tono providencialista de la época que le siguió, la de los Reyes Católicos. Era necesario partir de una situación caótica anterior y así se hizo pese a que nada lo justifica. Los más de cien años transcurridos entre 1369 y 1474 son el centro del tiempo histórico (del que hablaba Fernand Braudel) en la cultura española, en el que se desvela su esencia, en el que ofrecen sus posibilidades reales, su verdadera identidad. Se puede pensar que se trata solo de un desahogo lírico, del jubileo arrebatado de una sociedad apasionada por la callada belleza del gótico borgoñón en la línea esbozada por Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media. Es más que eso. Las imágenes de una extraordinaria arquitectura, pintura, miniatura, poesía, teatro o novela son siempre los símbolos de su pensar. Lo que las sociedades hispánicas encuentran en ese Gran Siglo es la resplandeciente amplitud cósmica que hace visibles todas las cosas que se encuentran debajo de él y las recubre con su bóveda, unificando todo lo disperso. Un juego con el mundo entendido como el laberinto donde se mueve la fortuna que diría Juan de Mena.

La instalación de la casa de Trastámara, primero en la Corona de Castilla (1369) tras el incidente de Montiel y luego en la Corona de Aragón (1412) tras el Compromiso de Caspe, creó una visión etnocéntrica de la Historia de España que valoró su particular pasado, la secular guerra de Reconquista, como el resultado del contacto con una serie de pueblos inferiores desde el punto de vista militar e incluso (lo que resulta chocante a un espectador actual) menos avanzados culturalmente. El contacto con la civilización europea hizo añicos en pocos años su visión del mundo, y desde entonces intentaron conjugar los ideales de la caballería procedentes de Borgoña con el tradicional casticismo de la nobleza y del pueblo a la hora de afrontar los problemas cotidianos. Alfonso el Magnánimo dio un paso decisivo en esa dirección con su idea de una red de ciudades centrada en Nápoles, que fue el inicio de la implantación española de la Europa de los príncipes. La Orden del Toisón de Oro se convierte en el icono de este vigoroso proyecto político. Sin embargo, el Estado dinástico de los Trastámara se vio amenazado por dos factores de primer orden, que hicieron su aparición en la década de 1460. Uno de ellos es la rebelión de una nueva élite de formas y espíritu cosmopolitas contra los valores tradicionales y su apuesta por el lujo como matriz del capitalismo, intensificando el glamour, la moda y el uso del dinero a escala internacional. El segundo fenómeno, que nadie pudo predecir con anterioridad a su repentina aparición, es el desarrollo de una cultura de la guerra para resolver los problemas políticos en la que cada uno de los grupos enfrentados acusa al otro de traidor y enemigo de la patria. Ocurre por igual en la Corona de Castilla, donde la nobleza adopta posturas intransigentes, como en la Corona de Aragón, donde los litigios entre la Generalitat y el rey buscan resolverse en el campo de batalla con el consiguiente encono de posturas ideológicas y de juicios de valores de unos contra otros.
Un concepto que evoca poderosamente este sentimiento de identidad de carácter unitario es la imagen del cosmos español que constituye el nexo entre el mundo de Juan de Mena o el Marqués de Santillana y el de Ausiàs March y Joanot Matorell. En su versión más aséptica, ese cosmos español es el mito del caballero de la frontera que formaba parte de la ficción popular recogida en el Romancero y de las novelas en las que un héroe singular, tras haber superado diversas aventuras y algún que otro lío de faldas, se enfrenta al enemigo secular español, el islam, sea en la Vega de Granada o en las puertas de Constantinopla. Vemos, así, la asociación de los ideales de la caballería procedentes de Borgoña y una aspiración concreta y tradicional: convertir la lucha contra el moro en principio de identidad. Esto es lo más parecido que podemos encontrar en la España del siglo XV a los proyectos de cruzada elaborados por la Orden del Toisón de Oro, a la que los reyes de la casa Trastámara se adhirieron con inusitado interés. Aunque para la gente común estos ideales eran solo una magnífica oportunidad de regresar a la época de oro en la que la frontera abría miles de posibilidades de ascenso social y mejora económica para campesinos, funcionarios sin trabajo, regidores ambiciosos e hidalgos arruinados. Esta actitud alcanzó dos puntos álgidos durante el reinado de Enrique III, con la conquista de Antequera por el infante Fernando, antes de convertirse en rey de Aragón, y en la época de Enrique IV, cuya fascinación por lo moro era simplemente una coartada para sujetar a la nobleza andaluza proclive a la disidencia.
La dinastía Trastámara se revuelve, ciertamente, contra las ideas políticas, sociales y estéticas transmitidas por la tradición castiza castellana y aragonesa, pero al hacerlo permanece todavía ligada a ella; las invierte, piensa en contra de los valores del gótico clásico, de inspiración francesa y, sin embargo, al actuar así opera con los medios intelectuales de ese mismo gótico en su matiz flamígero, ese humor flamboyant en la historia del arte, como dijo de él Langlois, el erudito normando de finales del siglo XVIII. La lucha de los Trastámara retrospectiva contra la estética y la moral del pasado se mueve hacia una reafirmación de las conquistas militares en la península Ibérica, el Atlántico y el Mediterráneo. El cauce que guía la dirección de sus gestas, con Enrique III y Juan II en Castilla o Fernando I y Alfonso el Magnánimo en Aragón, sigue siendo la interpretación del mundo como un espacio de aventura comercial, intelectual y artística.

Bibliografía:
L. Suárez, Monarquía hispánica y revolución Trastámara, Madrid 1994.
J. Valdeón, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía bastarda, Madrid, Temas de Hoy 2001.
Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Barcelona, Península ,2003
J.M.Nieto Soria, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid ,1993
Jose Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, RBA editores, Barcelona 2009

lunes, 8 de octubre de 2012

A PROPÓSITO DE ENRIQUE IV


Recientemente se ha vuelto a poner de moda el clásico debate sobre la impotencia o homosexualidad de Enrique IV, rey de Castilla entre 1454 y 1474. El presente artículo tratará de explicar una compleja personalidad que los historiadores han estudiado a lo largo de la historia pero que sigue sin despejar las dudas sobre este particular personaje que pudo cambiar la historia de España tal y como la conocemos.

El 5 de julio de 1468 moría en Cardeñosa el joven rey usurpador Alfonso XII de Castilla, conocido en su tiempo como Alfonso el inocente, su vida había sido desgraciada. La Liga se quedaba sin “su” rey, y quizás en ese momento Enrique IV respiró. Pero estaba Isabel. Y no tuvo más remedio que firmar con sus enemigos el acuerdo de Toros de Guisando por el cual Isabel era nombrada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Los detalles de la intriga creada para llegar a ese punto de aparente concordia nos han hecho olvidar un aspecto que quizás no resulta tan llamativo en apariencia pero que tiene todos los elementos para explicar el enigma de por qué se odiaba tanto (y se sigue odiando) a Enrique IV.
Los cronistas de la época contribuyeron decididamente a ello. Pocos le defendieron y, cuando lo hicieron, buscaron la manera de entrar en su extraño comportamiento, en su psicología diríamos hoy. Y es precisamente la forma de ser de este rey uno de los temas clásicos de la historia de España.
Para Gregorio Marañón en su célebre Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, escrito en 1941 el calificativo displásico eunocoide le permite fijar un comentario moral sobre su pusilánime actuación política: “Esa enfermedad adopta el tipo degenerativo y actúa en forma de disolución perturbadora de los pueblos que tienen la desdicha de soportarla”. Para José Luis Martín, en su biografía Enrique IV de Castilla, rey de Navarra, príncipe de Cataluña, publicada en 2003, los enconados debates acerca de este rey muestran la necesidad de “tomarlos en serio si se quiere entender esta época de nuestra historia, protagonizada, para bien o para mal, por este monarca”.

Una pantalla de prejuicios, de tópicos, como el de su supuesta impotencia, nos impide llegar al fondo del alma de este hombre y de otros individuos como él, difíciles de calificar, raros. Lo intentó Sigmund Freud a través de una técnica, el psicoanálisis, que no ha hecho más que recibir críticas en los últimos años. Pero no contamos con otra herramienta. La alternativa fácil: usamos las pesquisas analíticas de las psique humana o dejamos el asunto. Convengamos sin embargo que es mejor tratar a Enrique como un enfermo mental que como un pobre hombre obsesionado por el tamaño del pene. Propongo intentar un acercamiento a este rey con criterios del análisis freudiano, la pregunta en ese sentido es la siguiente: ¿por qué Enrique IV nunca respondió a las acusaciones que se vertían sobre su comportamiento y sobre la ilegitimidad de su hija Juana, llamada cruelmente “La Beltraneja”, por ser una supuesta hija de su válido Beltrán de la Cueva? Freud centraría esa conducta entre la vergüenza y la culpa ¿Cuál de las dos orientó la vida de este rey?
La culpa procede siempre del aspecto punitivo del superego;  la vergüenza del aspecto amoroso del ideal del yo. La culpa procede del desafío al padre, y ése fue precisamente el diagnóstico, permítaseme hablar así, de Hernando del Pulgar, quien en sus Claros varones de Castilla afirmó: “Se debe creer que Dios, queriendo punir en esta vida alguna desobediencia que este rey  mostró al rey su padre, (Juan II de Castilla) dio lugar que fuese desobedecido por los suyos”. La vergüenza surge de la imposibilidad de vivir a la altura de su ejemplo interiorizado. En ese sentido, la vergüenza de Enrique IV de conduce a una feroz condena de sí mismo al sentir que nunca podría ser amado como él merecía. Eso le condujo a rechazar a su primera mujer (Blanca de Navarra) y, sobre todo, lo que fue más peligroso desde el punto de vista político, a su hija Juana, de quien en ocasiones decía a sus confesores que era su hija y en otras no “lo era ni por tal la tenía”. Aquí se encuentra el conflicto de Enrique IV; el motivo de la constante ansiedad, depresión y suspicacia que le consumía por dentro. ¿Explica ese estado de ánimo la falta de decisión, la debilidad ante quienes hacían caso omiso de su autoridad, e incluso quienes cuestionaban su legitimidad como rey de Castilla? El temor a la contaminación y a la deshonra le llevó a desear contaminarse a fondo, entrando en contacto con prostitutas y mancebos (de ahí su fama de homosexual), lo que constituye un llamativo ejemplo de la relación entre la desgracia vergonzante y el acto de exhibición desvergonzado.
El exhibicionismo de Enrique IV no conoció la vergüenza. Por una parte, aceptaba todas las sugerencias de la moda de la época: se vestía con aljuba morisca de seda de muchos colores, cabalgaba a la jineta, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, se mantenía esquivo como la coqueta que nunca dice que no pero que no se compromete, se buscaba el pene a ver cómo era. Por otra parte, quería dominar el mundo, el reino de Granada, Cataluña (no en vano se postuló a ser Conde de Barcelona aunque luego, según su costumbre, se desdijo) quería dominar también los prostíbulos de Segovia, y los convirtió en objetos de si fantasía. Cuando la gente que le rodeaba no le hacía caso (lo que ocurría a menudo), mostraba un rostro expresivo, paralizado, que León Wurmser denominó la máscara de la vergüenza: “la expresión inmóvil, inescrutable, enigmática de una esfinge”. Ese semblante repulsivo no solo servía, en sus fantasías, para ocultar sus propios secretos sino también para fascinar y dominar a los demás, o para castigarlos. ¿Qué decir de Enrique IV arrastrándose por el alcázar de Madrid entre comilonas, vómitos, confesiones, caprichos (como su deseo de ir a ver “las fieras encerradas en el bosque cercado del Pardo”), falta de criterio y de responsabilidad (murió sin hacer testamento y sin recibir los últimos sacramentos)? Lo que se percibe de los últimos días de Enrique IV, de su hundimiento personal, no es más ni menos que la contingencia y la finitud de la vida humana. No puede ni sabe reconciliarse con el carácter hostil de los límites. El registro de sus excentricidades nos hace ver por qué la vergüenza está tan estrechamente relacionada con el cuerpo, que si resiste a los esfuerzos por controlarlo y nos recuerda, por ello, la inevitable limitación que es la muerte. Todas esas acciones eran una forma de humillarse, para evitar descubrir quién era antes de morir. No supo o no quiso hacerlo; nunca lo sabremos.
Recientes estudios médicos han confirmado que: "con toda seguridad Enrique IV padecía desde la infancia una acromegalia originada por un tumor hipofisario productor de GH y PRL, lo que podría justificar la impotencia desde su juventud y otros síntomas claramente referidos en las crónicas. La litiasis renal crónica (dolor de costado, mal de quijada y hematuria) desembocó finalmente en una uropatía obstructiva aguda, causa principal de su fallecimiento. Este hecho no ha sido destacado por los historiadores. No puede descartarse  que la litiasis renal formara parte de un síndrome de neoplasia endocrina múltiple".

 La vergüenza, escribió Nietzsche, existe siempre que hay un misterio y la nobleza castellana no podía soportar otro morbus gothorum que pusiese en peligro el estado que estaba naciendo; Isabel era una apuesta segura.


Bibliografía

Salvá Miguel, Testimonios inéditos para la historia de España Vol XL Madrid 1862 
Martín, José-Luis (2003). Enrique IV de Castilla: Rey de Navarra, Príncipe de Cataluña. Editorial NEREA
Martín, José Luis, "Enrique IV", ed. Nerea, Hondarribia, 2003
Los Trastamara y la Unidad Española. Ediciones Rialp. 1981.
Álvarez Palenzuela, Vicente Ángel  Historia de España de la Edad Media. Editorial Ariel.2007 
Suárez Fernández, Luis La conquista del trono. Ediciones Rialp 1989 
Ruiz-Domènec José Enrique, España, una nueva historia, RBA ediciones 2006
Marañón Gregorio, Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo Madrid 1930
Maganto Pavón Emilio, Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico Madrid 2003


jueves, 20 de septiembre de 2012

EL FIN DE LA ROMAN WAY OF LIFE EN HISPANIA


La cristianización del Imperio Romano y más concretamente de Hispania fue el elemento más decisivo en la transformación de la vida social y cultural de los siglos II y III de nuestra era, el más consciente de los objetivos, el más tenaz y al mismo tiempo el que provocó mayor recelo entre las élites que con el tiempo se calificaron de paganas.
Las primeras evidencias de la cristianización en el mundo romano se dan en obras de objetivo y temática panegíricas como la Exhortación de los gentiles de Clemente de Alejandría, los panfletos de Tertuliano y Orígenes o las dramáticas vidas de Antonio, Juan Clímaco y otros padres del desierto. Éstas son actitudes de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de retiro, una suerte de sugestión por el fin de los tiempos vinculado con el fin de los valores tradicionales de Roma.
La situación se agravó cuando coincidió la masiva llegada de pueblos nómadas con la conversión de los tributos en renta, vale decir, en recursos privados, no públicos. Esta revolución silenciosa fue poco advertida debido a las preocupantes noticias que llegaban desde las fronteras. En el 378 el emperador Valente había sido derrotado a las afueras de Adrianópolis por los godos que dos años antes habían atravesado el Danubio huyendo de los hunos y otros pueblos de la estepa. ¿Qué hacer para que esta invasión militar no fuese más que una llegada masiva de inmigrantes? Teodosio lo tuvo claro; dividir el Imperio y asentar a los bárbaros en las fronteras y convertir al cristianismo en la religión oficial del Estado consciente de que la virtud estoica de los cristianos los diferenciaría de los paganos bárbaros y les permitiría mantener la virtus romana.

Muchos contemporáneos trataron de entender esas decisiones del emperador, aunque quizás no participaban de su jubiloso optimismo. ¿Cómo se vivió ese fenómeno en Hispania?
En Cathemerinon liber, una especie de libro de horas de doce himnos, y en Hamartigenia (origen del pecado) el poeta Prudencio, nacido en Calahorra (aunque algunos proponen Zaragoza) en el año 348 d. C. en el seno de una familia noble de formación cristiana, lleva a cabo una despiadada crítica hacia los valores de la forma de vida romana: el desmedido interés por los espectáculos en el anfiteatro vinculados según él a la corrupción política y a la desmesura propia de paganismo. En Contra Symmachum convierte la lucha de los gladiadores en una realidad paralela, espectral y turbadora porque su fin carece de justificación, la muerte de unos hombres en la arena para el deleite de otros hombres. Prudencio nos introduce magistralmente en una sospecha: en el combate de gladiadores la muerte no tiene ningún sentido. El narcisismo romano es perverso, le escribe al emperador Honorio, y debe suprimirse en nombre de la caridad cristiana. Combate no a la muerte de un hombre sino a la razón de hacerlo: el juego agónico no basta para justificar que unos hombres ofrezcan su vida en la arena.
Al criticar esa manera de entender la muerte, Prudencio describe una realidad mucho más trágica, el martirio de buenos cristianos como prenda de su fe ante una sociedad indiferente. En su magnífico Peristephanon ( Libro de las coronas de los mártires) encuentran acomodo los relatos del martirio de santa Engracia y sus innumerables mártires que recibieron el nombre de las “Santas Masas” de Zaragoza; o los suplicios de San Lorenzo en Huesca o san Vicente en Valencia. Al criticar los espectáculos del circo y al mismo tiempo al glorificar el martirio de los cristianos, inmolados por su fe, Prudencio redescubre todas las fisuras de la sociedad romana de finales del siglo IV y actúa en consecuencia. Se trata, al cabo, del reconocimiento de un gesto cruel, fuera de época, en el espejo de la invención de una nueva identidad para la sociedad romana, la identidad cristiana. La ciudad y sus habitantes están ausentes de este cambio de actitud porque ya no saben qué pensar ante la situación en la que viven y porque sus viejos valores son reprimidos con dureza. La aceptación de la censura de los espectáculos se convierte así en un hecho a la vez cultural y político, que trasciende cualquier actitud personal. La violencia contra lo romano es un hecho. Pero esa nueva identidad cristiana, promovida entre otros por el “español” Prudencio, no cambia gran cosa las condiciones materiales, sociales, políticas y culturales de la gente común; por contra, esa identidad ofrece un motivo para morir como mártires o matar como los nuevos campeones de la verdad. Un horizonte sombrío se abría paso en Hispania y otros lugares del Imperio, donde no había lugar para los disidentes, los pensadores originales, aunque fuesen figuras extravagantes cargadas de buenas pero delirantes intenciones. Se escribirá contra todos ellos: paganos, judíos, nestorianos, arrianos y por supuesto, priscilianos, los seguidores del disidente religioso más grande del siglo IV en Hispania, el obispo gnóstico de Ávila Prisciliano.
Roma había atacado a los cristianos en los siglos anteriores y estos se habían refugiado en las provincias y su número había crecido, ahora pedían la disolución del Roman way of life. Nada volvería a ser igual.

Bibliografía:
P. Bosch Gimpera, P.Aguado Bleye, J.Ferrandis, Historia de España. España romana, Madrid, Espasa Calpe 1935.
Tarrans Bou, F.Alfafar, El mosaico romano en Hispania: Crónica ilustrada de una sociedad, Valencia Unoediciones 2004
José Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, Barcelona 2009 RBA libros

sábado, 25 de agosto de 2012

COVADONGA, LA CAVERNA PROTECTORA


Si en mi artículo anterior hablaba del reino Visigodo de Toledo como el precursor de lo que hoy conocemos como España, en el presente artículo me gustaría desmitificar el origen del concepto Reconquista analizando su origen, la célebre Batalla de Covadonga. 
Asturias había sido hasta el momento una región periférica del Imperio Romano,"de espesísimas malezas, ásperas y fragosas" como decía Valerio del Bierzo (aún hoy lo es) cuya importancia había crecido notablemente a lo largo del siglo VII bajo una sombra de sospecha, porque le faltaba legitimidad. Para tenerla, tendría que cambiar de política e interesarse por los asuntos hispánicos. Con la campaña del general Al Qama, un noble de la región llamado Pelayo evocó el mito de la caverna protectora refugiándose en la Cova Dominica (Cueva de Santa María), que representaba el indomable espíritu de resistencia ante el islam, lejos de la civilización visigoda y de su morbus del que hablaba Gregorio de Tours.
Ese mismo espíritu ya estaba a punto de manifestarse en el interior de Europa; con un eufemismo diplomático llamado Batalla de Poitiers. Así que había llegado el momento de ceder el poder a la única fuerza que prometía defender al pueblo cristiano, aunque por entonces eran pocos los convencieron de ello: ver el mundo desde la cueva protectora era la forma que tuvo Pelayo de reclamar al legitimidad para su empresa. El tiempo se encargaría de esclarecer los detalles y de inventar los significados
Gobernaba el norte peninsular desde Gijón un bereber llamado Munuza, cuya autoridad fue desafiada por los dirigentes astures que, reunidos en Cangas de Onís en 718 encabezados por Pelayo, decidieron rebelarse negándose a pagar impuestos exigidos para mantener la fe cristiana, el jaray y el yizia. Tras algunas acciones de castigo a cargo de tropas árabes locales, Munuza solicitó la intervención de refuerzos desde Córdoba. Aunque se restó importancia a lo que estaba sucediendo en el extremo ibérico, el valí Ambasa envió al mando de Al Qama un cuerpo expedicionario sarraceno que probablemente en ningún caso alcanzaría la cifra de 187.000 hombres dada por las crónicas cristianas, un número nada casual ya que es un calco de un pasaje del Antiguo Testamento en el que se relata el ataque a Jerusalén por el rey de Asiria Senaquerib con un contingente de 185.000 soldados, que fueron exterminados por el ángel del Señor mientras dormían, como había anunciado el profeta Isaías.

En cuanto a las fuerzas de Pelayo, la historiografía reciente las cuantifica en poco más de 300 combatiente, de nuevo nada casual. Con ellas esperó a los musulmanes en un lugar estratégico, como el angosto valle de Cangas de los Picos de Europa cuyo fondo cierra el monte Auseva, donde un atacante ordenado no dispone de espacio para maniobrar y pierde la eficacia que el número y la organización podrían otorgarle. Allí, en 722, se produjo el enfrentamiento, cuya dimensión se desconoce y que pudo tratarse de una batalla o una simple escaramuza en la que murió Al Qama y un número importante de sus efectivos, obligando a Munuza a escapar de Gijón. No logró huir el gobernador musulmán dado que él y sus tropas encontraron la muerte en su desordenada huida, al caer sobre ellos una ladera debido a un desprendimiento de tierras, probablemente provocado, cerca de Cosgaya en Cantabria.
Parece claro que las tropas de Pelayo emboscaron dos veces a los musulmanes desde las alturas de Covadonga y Cosgaya, seguramente lanzando piedras y forzando un desprendimiento de rocas que sorprendería a la caballería árabe en los angostos valles impidiendo su huida.
El duro invierno de esas cotas montañosas haría desistir a los musulmanes de persistir en sus ataques ya que la ruta hasta los lagos de Covadonga aún era más arriesgada y se exponían a más bajas.
Esta victoria permitió que la región no volviese a ser atacada por fuerzas musulmanas. La batalla de Covadonga supuso la primera victoria de un contingente rebelde contra la dominación musulmana en la Península Ibérica. Tuvo una amplia difusión en la historiografía posterior como detonante del establecimiento de una insurrección organizada que desembocaría en la fundación, en principio, del reino independiente de Asturias, y de otros reinos cristianos que culminaría con la formación del Reino de España.

Visión musulmana de la batalla
Según las crónicas árabes de la época:
Dice Isa Ibn Ahmand al-Raqi que en tiempos de Anbasa Ibn Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay [Pelayo]. Desde entonces empezaron los cristianos en al-Ándalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islámicos, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta que llegara Ariyula, de la tierra de los francos, y habían conquistado Pamplona en Galicia y no había quedado sino la roca donde se refugia el rey llamado Pelayo con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían que comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y al cabo los despreciaron diciendo «Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?». En el año 133 murió Pelayo y reinó su hijo Fáfila. El reino de Belay duró diecinueve años, y el de su hijo, dos.

Visión cristiana de la batalla


Según las crónicas de Alfonso III. Crónica de Albelda datada en el 881:
Alqama entró en Asturias con 187.000 hombres.Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y que el ejército de Alkama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: «Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?». El interpelado se asomó a una ventana y respondió: «Aquí estoy». El obispo dijo entonces: «Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos». Pelayo respondió entonces: «¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?». El obispo contestó: «Verdaderamente, así está escrito». [...] Tenemos por abogado cerca del Padre a Nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos paganos [...]. Alqama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las hondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que las disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga...
Crónica de Abelda


¿Acaso Pelayo recurre a la memoria familiar para argumentar que su gesto de defenderse en Covadonga responde a los ideales de su padre Favila, antiguo duque de Asturias? Esa idea, envuelta en leyendas de tono heroico, atravesó los años hasta formar parte de las primeras crónicas que describieron la batalla de Covadonga, la Albeldense y la Rotense, a finales del siglo IX. Ciertas ideas, al ser repetidas sin parar, se convierten en verdad histórica. El aguerrido astur se revela entonces como el heredero de la legitimidad visigoda (Alfonso X incluso le hizo descendiente del rey Chindasvinto), el custodio del legado cristiano y romano  el guía espiritual de un pueblo que se levanta contra el infiel y el usurpador extranjero. Los meandros de la vida de Pelayo, que muere en Cangas de Onís en el 737 y de su incipiente círculo de amigos y conmilitones sirvieron de marco para la elaboración de un mito que la sociedad astur primero, leonesa después y castellana finalmente se encargaría de repetir: (Pelayo es el icono de la resistencia ante la invasión árabe, el padre de la patria; y su gesta el origen de la nación española)

BIBLIOGRAFÍA
Sánchez-Albornoz, Claudio. "El reino de Asturias. Orígenes de la nación española". Colección: Biblioteca Histórica Asturiana. Silverio Cañada, Gijón, 1989
 Ruiz de la Peña, Ignacio. "Batalla de Covadonga", en la Gran Enciclopedia Asturiana, Tomo 5, pp. 167-172. Silverio Cañada, Gijón, 1981
Erice, Francisco y Uría, Jorge. Historia básica de Asturias. Colección: Biblioteca Histórica Asturiana. Silverio Cañada, Gijón, 1990
Julio Valdeón BaruqueLa España medieval. Actas, S.L., 2003. 
 Julio Valdeón Baruque et al. Historia de las Españas medievales. Editorial Crítica, 2002. 

Jose Enrique Ruiz-Domènec. España, una nueva historia. RBA ediciones Barcelona 2009

sábado, 28 de julio de 2012

VISIGODOS: EL REGNUM PRÍSTINO


Gothi i Hispania ingressi sunt, escribe la crónica de Zaragoza en el año 494: los visigodos llegaron a España, se podría traducir no sin cierta polémica por la adaptación de los términos del siglo V al vocabulario actual. La historia de los visigodos es la de un pueblo nómada que en un número no superior a los doscientos mil construyó un Regnum en la Hispania romana; es la historia de una civilización desaparecida con poco, o ninguna, relación con nuestra vida actual. ¿O acaso sí?
En 1959, Ramón Menéndez Pidal, conocido internacionalmente como historiador del Cid, señalaba en un intencionado ensayo con el título de Los españoles en la historia que el reino de los visigodos fue el primer intento de creación de un Estado español, en el que había tenido lugar por influencia de San Isidoro una formación explícita de un sentimiento nacional. En el acalorado debate sobre si los visigodos eran españoles o no, Menéndez Pidal indagó sobre el “partidismo” que agitaba las dos facciones políticas cuyo trágico enfrentamiento puso fin a ese primer boceto de España, algo con una marcada intención doctrinal y pedagógica propiciada por el régimen franquista, tristemente de actualidad.

Comparando la situación española a finales de la década de 1950 con la situación vivida por el reino de los visigodos en su momento crítico tras la muerte de Recesvinto en 672 abría de nuevo  la posibilidad de utilizar la historia como maestra de la vida, según el tópico ciceroniano heredado del helenismo. Pero una interpretación que ensalce semejantes posturas ideológicas y semejantes símbolos del honor patrio tenía escasa cabida en las maneras de narrar la historia de los años sesenta y siguientes.  Porque, al calificar a los visigodos de “epígono” , Jaume Vicens  puso en marcha un nuevo enfoque y su postura renovadora se prolonga en cualquier manual posterior digno de ser considerado;  así, José Ángel de Cortázar titula “Epigonismo de España” el primer capítulo de su aportación a la Historia de España editada por Alfaguara.
A comienzos de los años sesenta, Ramón d´Abadal puntualizaba en su discurso de ingreso en la Academia de la Historia que el reino de los visigodos en realidad era un proyecto formado, al menos, por tres unidades territoriales: el reino de Tolosa, que se extendía desde la firma de la federación con Roma, del foedus, hasta la batalla de Vouillé en el 507, en la que Alarico II perdía su reino y su vida a manos del rey franco Clodoveo; en segundo lugar , el intermedio del ostrogodo Teodorico asentado en Rávena junto a Boecio; y, al fin, el reino de Toledo comenzado por Leovigildo en el año 572. Sus investigaciones se centraron en las figuras relevantes de la política y en sus características morales. Luego, tras sus huellas, algunos historiadores se fijaron en la tosquedad de las formas de vida visigodas, pero también en las firmeza con la que muy pronto buscaron asemejarse a la de los patricios romanos.
¿Qué es esa historia de envidias y ambiciones, esa “costumbre detestable” de la que habla Gregorio de Tours, esa “enfermedad de los godos”  según Fredegario? Para Abadal era un hábito político aprendido de los malos ejemplos de la disolución imperial romana, el caciquismo y la insurrección del ejército. Algo muy “patrio” en la historia de España del siglo XIX y XX.
BIBLIOGRAFÍA:
S. Castellanos, Los godos y la cruz. Recaredo y la unidad de Spania, Madrid, Alianza 2007
E.A. Thomson, Los godos en España, Madrid, Alianza 1969
M.C. Díaz y Díaz, De Isidoro al siglo XI. Barcelona 1976
J.E.Ruíz-Domènec: España, una nueva historia, RBA ediciones Barcelona 2009

martes, 3 de julio de 2012

EL DECISIVO SIGLO XIII, LA FORJA DE UN PAÍS


La historia de España del siglo XIII está jalonada por su hegemonía, la conquista del valle del Guadalquivir, de Valencia, o de Mallorca, la instauración del arte gótico francés, la configuración de la cultura universal por Alfonso X el Sabio y la invasión de los benimerines, una tribu bereber del norte de África.
Todos esos acontecimientos contribuyen a poner de manifiesto la apremiante necesidad de responder a la cuestión, suscitada primero por el arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada y luego por el propio Alfonso X de qué significa ser español. Esta pregunta no es tan anacrónica como se podría suponer hoy, sino que subyace en la profunda convivencia de la expansión militar y política de castellanos y aragoneses sobre las tierras de al-Andalús. La creencia de que la cultura española tenía unas matrices universales que enlazaban con el pasado romano de Hispania y más allá, a la mítica población posdiluviana de la Península por la tribu de Tubal, nieto de Noé, que Isidoro de Sevilla identificó como antepasado de los Íberos, y que convertían las gestas de los reyes en principios de legitimidad de la ocupación de la tierra “vacía” en el sentido político del término, una tierra que antes había sido suya y que volvía al hogar natural. Por otra parte, en el siglo XIII, la cultura andalusí estaba tan debilitada que sus rescoldos concentrados en el reino nazarí de Granada no podían reavivar el viejo sueño califal.
Interpretar la expansión territorial del siglo XIII sin que implique un desdoro del cosmos cristiano no es tarea fácil. La necesidad política de tener que marchar hacia el sur, a los fértiles valles del Turia, Júcar o Guadalquivir se vio atenuada por la férrea convicción de que León, Castilla o Aragón eran la patria de referencia para todos los conquistadores; como también de que todo lo que se consideraba auténticamente bueno, como la lengua, la religión, las costumbres o la cocina, no podía ser ajeno a esa tradición. Para no perder su identidad, los guerreros y los colonos que ocuparon las tierras andalusíes necesitaron sentir que mantenían estrechos lazos con sus tierras de origen, fuera o no cierto (un tema de rabiosa polémica hoy en día), y que la noción de libertad se vinculaba con la religión cristiana y no con el islam. El mensaje es simple: los reinos cristianos debían abandonar su particularismo para convertirse en una identidad política superior, a la que Alfonso X y Bernat Desclot llamaron España.

Durante los siglos XIX y XX, la imagen de España como culminación de un proceso histórico de reconquista suscitó un sentimiento nacional entre los historiadores más influyentes y, al mismo tiempo, una oposición radical a él. La retórica utilizada era muy diversa y afectó a todos los ámbitos académicos dentro y fuera del país: en algunos casos subrayaba más el temperamento de los protagonistas de la épica guerrera que la religión, como cuando Claudio Sánchez-Albornoz afirmaba: “ La empresa multisecular llamada Reconquista constituye un caso único en la historia de los pueblos europeos, no tiene equivalencia en el pasado de ninguna comunidad histórica occidental”. El debate erudito no hubiese adquirido tanta relevancia de no ser porque coincidía con el destino de una nación; un destino que apuntaba hacia el sur y no hacia Europa, lo que afectó por igual a las decisiones de Jaime I y a las de Fernando III. Por último, en el análisis de la conquista territorial del siglo XIII se hacía patente el punto de vista imperial que culminaría en América en los siglos XVI y XVII, una concepción de España como nación destinada a la difícil tarea de la evangelización de las tierras situadas a poniente; tarea que algunos atribuyen al deseo de una piadosa Isabel La Católica pero que no es más que una cláusula anexa a la bula Inter Caetera de 1493 impuesta por el Papa valenciano Alejando VI.

BIBLIOGRAFÍA:
G. Menéndez Pidal, La historia de España del siglo XIII leída en imágenes, Madrid 1986
J.F. Powers, A society Organization for War. The Iberian Municipal Militas in the central Middle Ages, 1000-1284, Berkeley 1988
J.A. García Cortázar, Organización social del espacio en la España medieval. La Corona de Castilla en los siglos VIII al XV, Barcelona, Ariel 1985
J.E. Ruíz-Doménec, España, una nueva historia RBA libros Barcelona 2009

miércoles, 6 de junio de 2012

LA FORMACIÓN DE UNA IDENTIDAD NACIONAL


Pensando en cómo explicar el cambio de conciencia social que se produjo en el territorio que, con los años, se llamará España en los siglos XI, XII y XIII y que concluirá con la formación del Estado Dinástico que la propició la unión matrimonial y dinástica entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón me vino a la mente el texto del arzobispo de Toledo Jiménez de Rada sobre el carácter identitario que tenía el control del paso de Despeñaperros para la corona de Castilla en su lucha contra el invasor musulmán.
 El problema de la historia de España en el siglo XII, o más exactamente entre 1085 y 1212, adopta la forma de una serie de conflictos sin resolver: cómo alimentar el sentimiento de superioridad europeo a la sombra de la rocosa e imperturbable civilización árabe que recupera su noto vital de antaño bajo la dirección de los almorávides y los almohades; cómo preservar un legado libre de supersticiones donde cupieran las tres sensibilidades religiosas presentes en su territorio, judíos, cristianos y musulmanes; cómo abandonar el sistema feudal sin que ello afectara a la jerarquía nobiliaria; cómo emprender el camino de la modernidad literaria y artística, vinculada al gótico, sin renunciar a los esplendores del románico; cómo integrarse en las redes del comercio internacional promovidas por Génova, Pisa y Venecia sin verse arrastrado a su sistema político de corte republicano...

Un judío de Tudela de nombre Benjamín viajó por el mundo hacia 1160. Al igual que otros viajeros, peregrinos o cruzados de la época pudo ver muchos indicios de la dominación mercantil en el mundo, como por ejemplo la presencia de las factorías genovesas en lugares claves de la economía de los fatimíes de El Cairo o de los ayyubíes de Alepo; pero lo que le sorprendió fue un estado de ánimo más proclive al acuerdo entre culturas diversas que el enfrentamiento o la destrucción. Antes de su viaje a los puertos de Siria, Asia era todavía una región misteriosa cerrada al mundo, salvo para algunos intrépidos aventureros del tipo Simbad el Marino de Las mil y una noches. De repente, sin embargo, a mediados del siglo XII, Asia abrió sus puertas a los comerciantes que llegaban de Bujara o Samarcanda en busca de los preciados objetos de lujo como la seda y las especias, con inesperados resultados en el inmenso territorio de las estepas donde los mongoles terminarían por reunirse bajo la égida de Gengis Khan. La obra de benjamín es un espejo de su época y una llamada de atención a las posibilidades de un mundo de horizontes abiertos.
En España, la solución fue fingirse extranjero en la sociedad en la que se vivía; mantenerse al margen de las consignas oficiales y del miserable aspecto de la política que buscaba más el desgaste del adversario que la colaboración con él.
De paso, no hay que dejar de comprender los tres grandes iconos que esa época ha dejado en la memoria social española. Cada uno de ellos conmovido por distintos motivos. Uno es el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, que es a la vez, una respuesta al espíritu de peregrinación, una brillante reflexión sobre el equilibrio del mundo debida al maestro Mateo y el último esplendor del arte románico. El otro es la Giralda de Sevilla, que hace alarde de su esbelta verticalidad convirtiendo el gran minarete cuadrado de la vieja mezquita, hoy desaparecida, en el mayor icono de la ciudad de olor especial. El tercero la portada románica del monasterio de Ripoll, una biblia de piedra.

BIBLIOGRAFÍA
Salma Khadra Jayyusi, The Legacy of Muslim Spain. Leiden, Brill 1992
A.Vanoli, Alle origini Della Reconquista, Turín, Aragno, 2003
J.E.Ruíz Domènec, Mi Cid,Barcelona, Península 2007
F.Cardini, La invenzione del nemico. Sellerio Editore, Palermo, 2006
J.E.Ruíz Domènec, España, una nueva historia. RBA Libros 2010

domingo, 6 de mayo de 2012

MURET, LA TUMBA DE LA EXPASIÓN CATALANO-ARAGONESA EN OCCITANIA


El enfrentamiento armando de Muret fue la última fase de la llamada cruzada albigense, una guerra santa que el Papa Inocencio III lanzó para recuperar el dominio de los territorios mediterráneos del sur de Francia para la corona de Felipe II. La batalla tuvo lugar el 13 de septiembre de 1213 en una llanura de la localidad occitana de Muret, unos doce kilómetros al sur de Toulouse. La contienda enfrentó a Pedro II de Aragón y sus aliados, entre los que se encontraban Raimundo VI de Tolosa, Bernardo IV de Cominges y Raimundo Roger de Foix, contra las tropas cruzadas y las de Felipe II de Francia lideradas por Simón IV de Montfort 
Marcó el inicio de la dominación de los reyes de Francia sobre Occitania y significó también el comienzo del fin de la expansión aragonesa en la zona. Antes de la batalla, Pedro II de Aragón había conseguido el vasallazgo del condado de Tolosa, de Foix y de Cominges. Tras su derrota y muerte, su hijo y heredero Jaime I tan sólo conservó el Señorío de Montpellier por herencia de su madre, María de Montpellier. A partir de esta fecha, la expansión aragonesa se dirigió hacia Valencia y las Islas Baleares

A principios del siglo XIII, la herejía cátara se había afianzado por el territorio de Occitania amenazando la doctrina de la Iglesia Católica. El Papa Inocencio III, después de lanzar una cruzada fallida contra los cátaros, intentó reconciliarse con el conde Raimundo IV de Tolosa. Sin embargo, Arnaldo Amalric, legado papal, y Simón IV de Montfort siempre actuaron para romper las negociaciones, exigiendo a Raimundo VI unas condiciones muy duras.
Raimundo VI buscó aliados con una ortodoxia católica indudable, y tras entrevistarse con diversos monarcas europeos, se alió con su cuñado Pedro II de Aragón, conocido como el Católico. Este rey actuó como intermediario con el fin de encontrar una reconciliación, pero finalmente el papa Inocencio III se puso de parte de Simón IV de Montfort y proclamó la cruzada pensando que así erradicaría la herejía de forma definitiva. La cruzada comenzó con la masacre de Beziers y el Sitio de Carcasona de 1209, continuando al año siguiente con el ataque a las fortalezas de Minerve, Termes y Cabaret.
En 1213, Simón de Montfort reinició su campaña contra el conde Raimundo VI de Tolosa. Este se retiró a su capital y pidió la intervención papal; el Papa ordenó la celebración del Concilio de Lavaur, que empezó el 15 de enero de 1213, y donde se postuló por el retorno de los condados y tierras a sus titulares a cambio de la sumisión a la Iglesia. A pesar de que los congregados rechazaron la propuesta, el rey Pedro II de Aragón consiguió que el Papa enviase un legado. Ante la evidencia de que los cruzados estaban determinados a acabar con el conde de Tolosa y la intervención del Papa sólo lograría retrasar los hechos, Pedro II de Aragón decidió acoger a los condes de Tolosa, Foix y Cominges, y al vizconde de Bearn bajo su protección, y combatir a los cruzados.
Progresivamente, Montfort fue ocupando las villas cercanas a Toulouse hasta que esta cayó en su poder. Entre las villas ocupadas se encontraba Muret, que había conquistado sin encontrar resistencia en 1212. Su situación estratégica, al estar situada entre los ríos Garona y Loja, determinó que Simón IV de Montfort la eligiera como base de operaciones, dejando una guarnición de 30 a 60 caballeros, y 700 peones de infantería.
A partir de agosto, Pedro II cruzó los Pirineos desde Canfranc o Benasque con unos mil caballeros y hombres de armas. Mientras se acercaba a Tolosa, los castillos de la cuenca del Garona que se habían rendido a los cruzados, se le fueron rindiendo fácilmente. Seguidamente, el rey envió su ejército sobre Muret, mientras Simón de Montfort se hallaba en Saverdun. Cuando este tuvo noticias del peligro, reunió sus tropas y se dirigió hacia Muret a toda velocidad, al encuentro de Pedro II de Aragón.
El 10 de septiembre, las tropas de Pedro el Católico se unieron a las de sus aliados occitanos y montaron dos campamentos en el llano de la ribera izquierda del Garona. Los campamentos estaban situados a unos 3 km del castillo de la localidad y de las embarcaciones amarradas que habían llegado desde Tolosa; éstas estaban llenas de provisiones, y contaban con unos 2.000 caballeros y unos 5.000 peones de infantería.
Los caballeros estaban divididos en tres grupos: el primero de ellos estaba dirigido por Raimundo Roger de Foix y constaba de unos 400 caballeros propios y unos 200 de la Corona de Aragón; el segundo grupo, formado por unos 700 caballeros de la Corona de Aragón, estaba al mando del propio monarca, Pedro II, en tanto que el tercer y último grupo, de unos 900 hombres, estaba a las órdenes de Raimundo VI de Tolosa Y Bernardo IV de Cominges.
El mismo día, 10 de septiembre, los tolosanos comenzaron el asedio con mangoneles y otras armas de asedio. De esta manera tomaron una de las dos puertas de la ciudad, una de las torres y la villa nueva, forzando a los caballeros franceses a retirarse a la villa vieja y al castillo. Cuando el rey Pedro tuvo noticia de que Simón de Montfort se aproximaba a Muret, ordenó la retirada de la infantería que participaba en el asedio para evitar que fuese atacada por la retaguardia. De esta forma, al llegar al día siguiente por el oeste con 900 caballeros, los cruzados pudieron entrar en la fortaleza de Muret por una de las puertas que no estaba controlada por los tolosanos. Aún por la tarde llegó el pequeño contingente bajo las órdenes de Payen de Corbeil. También se apunta la posibilidad de que Pedro II dejara entrar a los cruzados con la intención de encerrarlos en Muret.
Raimundo VI de Tolosa, que conocía las tácticas del enemigo, propuso fortificar el campamento con una empalizada, asediar la ciudad por el flanco oeste y esperar el ataque francés para rechazarlo con los ballesteros y posteriormente contraatacar con el objetivo de recluirlo en el interior del castillo. Por el contrario, Pedro II, haciendo oídos sordos a los consejos ofrecidos por su cuñado, plantó batalla sin esperar a que llegara todo su ejército, ya que los refuerzos de Guillermo II de Montacada y de Bearn, Gastón VI de Bearn y Nuño Sánchez estaban de camino cerca de Narbona. El rey quería que su ejército, que había participado en la victoria cristiana en la batalla de las Navas de Tolosa, se comparara en valentía con la hasta entonces invencible caballería francesa sin fortificar el campamento, y pretendía vencer en campo abierto.
Simón IV de Montfort, en clara inferioridad numérica, con víveres para sólo una jornada y a más de cien leguas de su base de operaciones, decidió no quedarse encerrado en el castillo de Muret y lanzó un ataque fulminante, utilizando la mejor arma de la caballería pesada, la carga. Organizó la caballería francesa en tres escuadrones de 300 caballeros: el escuadrón de vanguardia lo dirigían Guillaume de Contres y Guillaume des Barres, el segundo escuadrón estaba mandado por Bouchard de Marly y el tercero por el propio Simón de Montfort; por su parte, los ballesteros y lanceros defendían el castillo y protegían el acceso de la caballería. La tropa fue reunida en la plaza del mercado, donde se le comunicó el orden de batalla con una arenga de Montfort.
La madrugada del 13 de septiembre la infantería tolosana reinició los trabajos de asedio, atacando las puertas de la muralla mientras la caballería vigilaba la posible salida de los cruzados. Por la tarde, la mayor parte de la caballería aragonesa se retiró para descansar y ese fue el momento elegido por Simón de Montfort para atacar con su tropa descansada saliendo por la puerta de Salas, que daba al río Loja y que los sitiadores no podían ver, doblando una esquina de la muralla del castillo, al puente de San Sernín y atravesando el río por un vado.
La caballería cruzada emergió, de repente, del nivel del lecho del río avanzando hacia el llano y sorprendiendo a los sitiadores. Los dos primeros cuerpos giraron a la izquierda, y la primera de las tres acometidas de los franceses fue respondida por las tropas de Raimundo Roger de Foix, pero tuvieron que replegarse rápidamente ante la impetuosidad de la caballería francesa, tomando el relevo las tropas del rey aragonés. Los franceses, con su gran maniobrabilidad y conservando la formación, mantuvieron la ventaja numérica en las dos acometidas siguientes y no permitieron que los aragoneses se reagruparan.
E'N Simon de Montfort era en Murel be ab .DCCC. homens a caval tro en .M., e nostre pare vench sobr'ell prop d'aquel loch on el estava. E foren ab el d'Aragó don Miquel de Luzia, e don Blascho d'Alagó, e don Roderich de Liçana, e don Ladro, e don Gomes de Luna, e don Miquel de Roda, e don G. de Puyo, e don Azmar Pardo, et d'altres de sa maynade molts qui a nos no poden membrar : mas tant nos membre que'ns dixeren aquels que'y avien estat, e sabien lo feyt, que levat don Gomes, e don Miquel de Roda, e Azmar Pardo, e alguns de sa meynade que'y moriren, qu'els altres lo desempararen en la batalla, e se'n fugiren : hí de Catalunya En Dalmau de Crexel, e N'Uch de Mataplana, e En G. d'Orta, e En Bernat dez Castel bisbal, e aquels fugiren ab los altres. Mas be sabem per cert que don Nuno Sanxes, e En G. de Montcada que fiyl d'En G. R. e de Na G. de Castelviy, no foren en la batayla, ans enviaren missatge al Rey que'ls esperas, e'l Rey no'ls volch esperar : e feu la batayla ab aquels qui eren ab el.
La Batalla de Muret, según el Llibre dels fets.


Pedro el Católico había decidido probar su valía como caballero cambiándose la armadura con uno de sus hombres para enfrentarse como simple caballero a Simón de Montfort, pero el objetivo cruzado era el de matar al monarca a cualquier precio porque la defensa de la Iglesia justificaba todas las acciones, y así se lo encargó a dos de sus caballeros, Alain de Roucy y Florent de Ville, que abatieron al caballero que vestía la armadura real y después al propio rey cuando éste se descubrió al grito de "El rei, heus-el aquí!" ("Aquí está el rey"), a pesar de haber acabado con algunos de sus atacantes.
La noticia de la muerte de Pedro II extendió el pánico entre el resto del ejército, que fue completamente derrotado al ser sorprendido por un ataque por el flanco efectuado por las tropas de reserva de Montfort, emprendiendo los caballeros aragoneses la retirada. El ejército tolosano, que aún no había participado en el combate, viéndose desbordado por el alud de aragoneses y catalanes que retrocedían de forma desordenada, huyó igualmente sin haber llegado a atacar, siendo alcanzado por los caballeros franceses, que provocaron unas bajas entre los derrotados que se calculan entre los 15.000 y 20.000 hombres.
E aquí mori nostre pare car axi ho ha fat me linatge totstemps que en les batalles que ells han fetes, he nos farem, deuem vencre o morir.34
Y aquí murió nuestro padre, porque así ha acostumbrado a hacerlo siempre nuestro linaje, en las batallas que ellos han hecho o haremos nosotros, vencer o morir.20

Simón IV de Montfort obtuvo el triunfo en la batalla, convirtiéndose así en duque de Narbona, conde de Tolosa y vizconde de Beziers y Carcasona. Los condes de Foix y de Cominges volvieron a sus feudos, y el conde de Tolosa viajó a Inglaterra para encontrarse con Juan I dejando a los cónsules de Tolosa para que negociaran con los jefes de la cruzada. A pesar de que el hijo de Raimundo VI, Raimundo VII, arrebató al poco tiempo el poder a Simón de Montfort, esta batalla marcó el preludio de la dominación francesa sobre Occitania y el final de la expansión de la Casa de Barcelona y de la Corona de Aragón en la región, ya que Pedro II había conseguido el vasallaje de los condados de Tolosa, Foix y Cominges, y según el autor francés Michel Roquebert, el final de la posible formación de un poderoso reino aragonés-occitano que hubiera cambiado el curso de la historia. La Corona se centró a partir de entonces en la Reconquista de la Península Ibérica, que se había repartido unas décadas antes con los tratados de Tudilén y Cazorla.
El cadáver de Pedro II, que había sido excomulgado por el mismo que lo había coronado, fue recogido por los caballeros hospitalarios de Tolosa donde fue enterrado, hasta que en 1217, una bula del papa Honorio III autorizó el traslado de sus restos al Real Monansterio de Santa María de Sigena donde fue inhumado fuera del recinto sagrado.
El hijo de Pedro II, el futuro Jaime I, que en aquel momento contaba 5 años de edad, se encontraba bajo la custodia de Simón de Montfort. Tras la muerte de Pedro II, Jaime quedó huérfano de padre y madre, ya que ese mismo año su madre, la reina María de Montpellier falleció en Roma donde había viajado para defender la indisolubilidad de su matrimonio. Ante esta situación, se envió una embajada del reino a Roma para pedir la intervención de Inocencio III. El papa, en una bula y por medio del legado Pedro de Benevento, obligó a Montfort a ceder la tutela del infante Jaime  a los caballeros templarios de la Corona de Aragón.
Y al hijo de Pedro, rey de Aragón, de ínclita memoria, que tú retienes, lo hagas restituir a su reino (...) y porque sería muy indecente que, desde ahora en adelante y con cualquier razón retuvieres al hijo de dicho rey, quien has de entregar en manos de dicho legado, por que pueda proveer como le parezca oportuno. De otra forma el legado actuará tal y como ha recibido instrucciones de nuestra viva voz.
Bula de Inocencio III a Simón IV de Montfort.

La entrega del joven Jaime se produjo finalmente en Narbona la primavera de 1214, donde le esperaba una delegación de notables de su reino, entre los que figuraba el maestre de los templarios en Aragón, Guillermo de Montredón. La tutela del monarca recayó en este último. Los templarios lo instruyeron como rey en el Catillo de Monzón, en la actual provincia de Huesca, junto a su primo Ramón Berenguer V de Provenza. Antes de llegar a Monzón se detuvieron en Lérida, donde las Cortes le juraron fidelidad.
Mientras, el regente Sancho Raimúndez se disputaba la soberanía con el tío de Jaime, Fernando de Aragón. En el momento más crítico, en el que los nobles catalanes estaban a punto de iniciar una guerra civil por el control de la soberanía en contra de los de Aragón, Jaime, con tan sólo 9 años de edad, y aconsejado por los caballeros templarios, tomó el control de la Corona y todos los nobles juraron fidelidad al monarca. De ahí en adelante la expansión aragonesa de Jaime I y sus sucesores se dirigió hacia las tierras de Valencia y el Mediterráneo.
El dominico Raimundo de Peñafort, uno de los principales consejeros de Jaime I  introdujo la Inquisició en la Corona de Aragón con la misión de perseguir a los cátaros. En Occitania, durante todo el siglo XIII y principios del XIV, los cátaros sufrieron una dura persecución llevada a cabo por la Inquisición y dirigida por los monjes de la Orden de los Padres Predicadores, conocidos como dominicos. Los últimos núcleos de cátaros se refugiaron en el Castillo de Quéribus, última fortaleza caída, en cuevas y espulgas (cuevas fortificadas) de los valles altos de los Pirineos, especialmente en el Aripege, y muchos escaparon a territorios de la corona aragonesa. Lérida, Puigcerdá, Prades o Morella se convirtieron en centros de cátaros occitanos. En Morella vivió el último «perfecto» cátaro conocido, Guillaume Bélibaste, hasta ser capturado en la localidad próxima de San Mateo, para posteriormente ser interrogado por la Inquisición, trasladado y quemado en la hoguera en Villerouge-Termenès.

Bibliografía:

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Jaime I de Aragón(1343) Llibre dels feits del rei en Jacme, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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Mestre i Godes, Jesús (2002). Contra els càtars. Barcelona: Edicions 62
Paladilhe, Dominique (1998). Simon de Montfort et le drame cathare. París: Perrin
Sella, Antoni (Junio 2005). «La batalla de Muret, pas a pas» Sapiens (32).