domingo, 14 de octubre de 2012

1369-1474: EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN


La enseñanza tradicional de la historia nos ha creado un muro difícilmente escalable que es el paso de los siglos. Nos han enseñado que el hombre del siglo XIX es diferente de uno del siglo XX  y esto se incrementaba si echábamos la vista a siglos anteriores (X, XII, XIV). Recientemente falleció el hombre que transformó esa concepción de la historia, el gran maestro Eric Hobsbawm, que con su teoría de “el Corto siglo XX”, abrió la posibilidad de que un siglo englobase desde pocas decenas de años a más de un centenar de años rompiendo así el tabú que contabiliza los años del 00 al 99, permitiéndonos agrupar los siglos así los acontecimientos que se ven marcados por una misma concepción política o sistema de valores.

El siglo que comienza con la revolución política de los Trastámara en Castilla (1369) y termina con la llegada al trono de más famoso miembro de la dinastía, Isabel la Católica (1474), es el Gran Siglo de la Historia de España, con independencia de que se hable de la Corona de Castilla de La Corona de Aragón, del reino de Navarra e incluso, por qué no, del reino nazarí de Granada. Los tópicos sobre la crisis económica impiden comprender este hecho en toda su amplitud; también el tono providencialista de la época que le siguió, la de los Reyes Católicos. Era necesario partir de una situación caótica anterior y así se hizo pese a que nada lo justifica. Los más de cien años transcurridos entre 1369 y 1474 son el centro del tiempo histórico (del que hablaba Fernand Braudel) en la cultura española, en el que se desvela su esencia, en el que ofrecen sus posibilidades reales, su verdadera identidad. Se puede pensar que se trata solo de un desahogo lírico, del jubileo arrebatado de una sociedad apasionada por la callada belleza del gótico borgoñón en la línea esbozada por Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media. Es más que eso. Las imágenes de una extraordinaria arquitectura, pintura, miniatura, poesía, teatro o novela son siempre los símbolos de su pensar. Lo que las sociedades hispánicas encuentran en ese Gran Siglo es la resplandeciente amplitud cósmica que hace visibles todas las cosas que se encuentran debajo de él y las recubre con su bóveda, unificando todo lo disperso. Un juego con el mundo entendido como el laberinto donde se mueve la fortuna que diría Juan de Mena.

La instalación de la casa de Trastámara, primero en la Corona de Castilla (1369) tras el incidente de Montiel y luego en la Corona de Aragón (1412) tras el Compromiso de Caspe, creó una visión etnocéntrica de la Historia de España que valoró su particular pasado, la secular guerra de Reconquista, como el resultado del contacto con una serie de pueblos inferiores desde el punto de vista militar e incluso (lo que resulta chocante a un espectador actual) menos avanzados culturalmente. El contacto con la civilización europea hizo añicos en pocos años su visión del mundo, y desde entonces intentaron conjugar los ideales de la caballería procedentes de Borgoña con el tradicional casticismo de la nobleza y del pueblo a la hora de afrontar los problemas cotidianos. Alfonso el Magnánimo dio un paso decisivo en esa dirección con su idea de una red de ciudades centrada en Nápoles, que fue el inicio de la implantación española de la Europa de los príncipes. La Orden del Toisón de Oro se convierte en el icono de este vigoroso proyecto político. Sin embargo, el Estado dinástico de los Trastámara se vio amenazado por dos factores de primer orden, que hicieron su aparición en la década de 1460. Uno de ellos es la rebelión de una nueva élite de formas y espíritu cosmopolitas contra los valores tradicionales y su apuesta por el lujo como matriz del capitalismo, intensificando el glamour, la moda y el uso del dinero a escala internacional. El segundo fenómeno, que nadie pudo predecir con anterioridad a su repentina aparición, es el desarrollo de una cultura de la guerra para resolver los problemas políticos en la que cada uno de los grupos enfrentados acusa al otro de traidor y enemigo de la patria. Ocurre por igual en la Corona de Castilla, donde la nobleza adopta posturas intransigentes, como en la Corona de Aragón, donde los litigios entre la Generalitat y el rey buscan resolverse en el campo de batalla con el consiguiente encono de posturas ideológicas y de juicios de valores de unos contra otros.
Un concepto que evoca poderosamente este sentimiento de identidad de carácter unitario es la imagen del cosmos español que constituye el nexo entre el mundo de Juan de Mena o el Marqués de Santillana y el de Ausiàs March y Joanot Matorell. En su versión más aséptica, ese cosmos español es el mito del caballero de la frontera que formaba parte de la ficción popular recogida en el Romancero y de las novelas en las que un héroe singular, tras haber superado diversas aventuras y algún que otro lío de faldas, se enfrenta al enemigo secular español, el islam, sea en la Vega de Granada o en las puertas de Constantinopla. Vemos, así, la asociación de los ideales de la caballería procedentes de Borgoña y una aspiración concreta y tradicional: convertir la lucha contra el moro en principio de identidad. Esto es lo más parecido que podemos encontrar en la España del siglo XV a los proyectos de cruzada elaborados por la Orden del Toisón de Oro, a la que los reyes de la casa Trastámara se adhirieron con inusitado interés. Aunque para la gente común estos ideales eran solo una magnífica oportunidad de regresar a la época de oro en la que la frontera abría miles de posibilidades de ascenso social y mejora económica para campesinos, funcionarios sin trabajo, regidores ambiciosos e hidalgos arruinados. Esta actitud alcanzó dos puntos álgidos durante el reinado de Enrique III, con la conquista de Antequera por el infante Fernando, antes de convertirse en rey de Aragón, y en la época de Enrique IV, cuya fascinación por lo moro era simplemente una coartada para sujetar a la nobleza andaluza proclive a la disidencia.
La dinastía Trastámara se revuelve, ciertamente, contra las ideas políticas, sociales y estéticas transmitidas por la tradición castiza castellana y aragonesa, pero al hacerlo permanece todavía ligada a ella; las invierte, piensa en contra de los valores del gótico clásico, de inspiración francesa y, sin embargo, al actuar así opera con los medios intelectuales de ese mismo gótico en su matiz flamígero, ese humor flamboyant en la historia del arte, como dijo de él Langlois, el erudito normando de finales del siglo XVIII. La lucha de los Trastámara retrospectiva contra la estética y la moral del pasado se mueve hacia una reafirmación de las conquistas militares en la península Ibérica, el Atlántico y el Mediterráneo. El cauce que guía la dirección de sus gestas, con Enrique III y Juan II en Castilla o Fernando I y Alfonso el Magnánimo en Aragón, sigue siendo la interpretación del mundo como un espacio de aventura comercial, intelectual y artística.

Bibliografía:
L. Suárez, Monarquía hispánica y revolución Trastámara, Madrid 1994.
J. Valdeón, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía bastarda, Madrid, Temas de Hoy 2001.
Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Barcelona, Península ,2003
J.M.Nieto Soria, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid ,1993
Jose Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, RBA editores, Barcelona 2009

lunes, 8 de octubre de 2012

A PROPÓSITO DE ENRIQUE IV


Recientemente se ha vuelto a poner de moda el clásico debate sobre la impotencia o homosexualidad de Enrique IV, rey de Castilla entre 1454 y 1474. El presente artículo tratará de explicar una compleja personalidad que los historiadores han estudiado a lo largo de la historia pero que sigue sin despejar las dudas sobre este particular personaje que pudo cambiar la historia de España tal y como la conocemos.

El 5 de julio de 1468 moría en Cardeñosa el joven rey usurpador Alfonso XII de Castilla, conocido en su tiempo como Alfonso el inocente, su vida había sido desgraciada. La Liga se quedaba sin “su” rey, y quizás en ese momento Enrique IV respiró. Pero estaba Isabel. Y no tuvo más remedio que firmar con sus enemigos el acuerdo de Toros de Guisando por el cual Isabel era nombrada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Los detalles de la intriga creada para llegar a ese punto de aparente concordia nos han hecho olvidar un aspecto que quizás no resulta tan llamativo en apariencia pero que tiene todos los elementos para explicar el enigma de por qué se odiaba tanto (y se sigue odiando) a Enrique IV.
Los cronistas de la época contribuyeron decididamente a ello. Pocos le defendieron y, cuando lo hicieron, buscaron la manera de entrar en su extraño comportamiento, en su psicología diríamos hoy. Y es precisamente la forma de ser de este rey uno de los temas clásicos de la historia de España.
Para Gregorio Marañón en su célebre Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, escrito en 1941 el calificativo displásico eunocoide le permite fijar un comentario moral sobre su pusilánime actuación política: “Esa enfermedad adopta el tipo degenerativo y actúa en forma de disolución perturbadora de los pueblos que tienen la desdicha de soportarla”. Para José Luis Martín, en su biografía Enrique IV de Castilla, rey de Navarra, príncipe de Cataluña, publicada en 2003, los enconados debates acerca de este rey muestran la necesidad de “tomarlos en serio si se quiere entender esta época de nuestra historia, protagonizada, para bien o para mal, por este monarca”.

Una pantalla de prejuicios, de tópicos, como el de su supuesta impotencia, nos impide llegar al fondo del alma de este hombre y de otros individuos como él, difíciles de calificar, raros. Lo intentó Sigmund Freud a través de una técnica, el psicoanálisis, que no ha hecho más que recibir críticas en los últimos años. Pero no contamos con otra herramienta. La alternativa fácil: usamos las pesquisas analíticas de las psique humana o dejamos el asunto. Convengamos sin embargo que es mejor tratar a Enrique como un enfermo mental que como un pobre hombre obsesionado por el tamaño del pene. Propongo intentar un acercamiento a este rey con criterios del análisis freudiano, la pregunta en ese sentido es la siguiente: ¿por qué Enrique IV nunca respondió a las acusaciones que se vertían sobre su comportamiento y sobre la ilegitimidad de su hija Juana, llamada cruelmente “La Beltraneja”, por ser una supuesta hija de su válido Beltrán de la Cueva? Freud centraría esa conducta entre la vergüenza y la culpa ¿Cuál de las dos orientó la vida de este rey?
La culpa procede siempre del aspecto punitivo del superego;  la vergüenza del aspecto amoroso del ideal del yo. La culpa procede del desafío al padre, y ése fue precisamente el diagnóstico, permítaseme hablar así, de Hernando del Pulgar, quien en sus Claros varones de Castilla afirmó: “Se debe creer que Dios, queriendo punir en esta vida alguna desobediencia que este rey  mostró al rey su padre, (Juan II de Castilla) dio lugar que fuese desobedecido por los suyos”. La vergüenza surge de la imposibilidad de vivir a la altura de su ejemplo interiorizado. En ese sentido, la vergüenza de Enrique IV de conduce a una feroz condena de sí mismo al sentir que nunca podría ser amado como él merecía. Eso le condujo a rechazar a su primera mujer (Blanca de Navarra) y, sobre todo, lo que fue más peligroso desde el punto de vista político, a su hija Juana, de quien en ocasiones decía a sus confesores que era su hija y en otras no “lo era ni por tal la tenía”. Aquí se encuentra el conflicto de Enrique IV; el motivo de la constante ansiedad, depresión y suspicacia que le consumía por dentro. ¿Explica ese estado de ánimo la falta de decisión, la debilidad ante quienes hacían caso omiso de su autoridad, e incluso quienes cuestionaban su legitimidad como rey de Castilla? El temor a la contaminación y a la deshonra le llevó a desear contaminarse a fondo, entrando en contacto con prostitutas y mancebos (de ahí su fama de homosexual), lo que constituye un llamativo ejemplo de la relación entre la desgracia vergonzante y el acto de exhibición desvergonzado.
El exhibicionismo de Enrique IV no conoció la vergüenza. Por una parte, aceptaba todas las sugerencias de la moda de la época: se vestía con aljuba morisca de seda de muchos colores, cabalgaba a la jineta, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, se mantenía esquivo como la coqueta que nunca dice que no pero que no se compromete, se buscaba el pene a ver cómo era. Por otra parte, quería dominar el mundo, el reino de Granada, Cataluña (no en vano se postuló a ser Conde de Barcelona aunque luego, según su costumbre, se desdijo) quería dominar también los prostíbulos de Segovia, y los convirtió en objetos de si fantasía. Cuando la gente que le rodeaba no le hacía caso (lo que ocurría a menudo), mostraba un rostro expresivo, paralizado, que León Wurmser denominó la máscara de la vergüenza: “la expresión inmóvil, inescrutable, enigmática de una esfinge”. Ese semblante repulsivo no solo servía, en sus fantasías, para ocultar sus propios secretos sino también para fascinar y dominar a los demás, o para castigarlos. ¿Qué decir de Enrique IV arrastrándose por el alcázar de Madrid entre comilonas, vómitos, confesiones, caprichos (como su deseo de ir a ver “las fieras encerradas en el bosque cercado del Pardo”), falta de criterio y de responsabilidad (murió sin hacer testamento y sin recibir los últimos sacramentos)? Lo que se percibe de los últimos días de Enrique IV, de su hundimiento personal, no es más ni menos que la contingencia y la finitud de la vida humana. No puede ni sabe reconciliarse con el carácter hostil de los límites. El registro de sus excentricidades nos hace ver por qué la vergüenza está tan estrechamente relacionada con el cuerpo, que si resiste a los esfuerzos por controlarlo y nos recuerda, por ello, la inevitable limitación que es la muerte. Todas esas acciones eran una forma de humillarse, para evitar descubrir quién era antes de morir. No supo o no quiso hacerlo; nunca lo sabremos.
Recientes estudios médicos han confirmado que: "con toda seguridad Enrique IV padecía desde la infancia una acromegalia originada por un tumor hipofisario productor de GH y PRL, lo que podría justificar la impotencia desde su juventud y otros síntomas claramente referidos en las crónicas. La litiasis renal crónica (dolor de costado, mal de quijada y hematuria) desembocó finalmente en una uropatía obstructiva aguda, causa principal de su fallecimiento. Este hecho no ha sido destacado por los historiadores. No puede descartarse  que la litiasis renal formara parte de un síndrome de neoplasia endocrina múltiple".

 La vergüenza, escribió Nietzsche, existe siempre que hay un misterio y la nobleza castellana no podía soportar otro morbus gothorum que pusiese en peligro el estado que estaba naciendo; Isabel era una apuesta segura.


Bibliografía

Salvá Miguel, Testimonios inéditos para la historia de España Vol XL Madrid 1862 
Martín, José-Luis (2003). Enrique IV de Castilla: Rey de Navarra, Príncipe de Cataluña. Editorial NEREA
Martín, José Luis, "Enrique IV", ed. Nerea, Hondarribia, 2003
Los Trastamara y la Unidad Española. Ediciones Rialp. 1981.
Álvarez Palenzuela, Vicente Ángel  Historia de España de la Edad Media. Editorial Ariel.2007 
Suárez Fernández, Luis La conquista del trono. Ediciones Rialp 1989 
Ruiz-Domènec José Enrique, España, una nueva historia, RBA ediciones 2006
Marañón Gregorio, Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo Madrid 1930
Maganto Pavón Emilio, Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico Madrid 2003