domingo, 17 de febrero de 2013

EL CID, UN HOMBRE EN LA ENCRUCIJADA DE DOS ÉPOCAS.


Hablar de Rodrigo Díaz de Vivar para un historiador es como subir el Everest, es enfrentarse a sus demonios y los de todos los historiadores que antes se han embarcado en la investigación de este personaje Intempestivo, en palabras de Ruiz Domènec.
¿Qué puedo aportar yo que no se haya dicho ya del Cid? La historiografía hispánica lo ha abordado desde la vertiente mitológica, la poética, la histórica y la escéptica. ¿Qué visión podría buscar que no cayese en los tópicos más repetidos?
El Cid es un personaje marcado por las pocas fuentes que se conocen sobre su existencia. No hay constancia de que naciera en Vivar, ni del año en que lo hizo. Ramón Menéndez Pidal fijó el 1043 como fecha clave, pero Fletcher plantea el 1046 o 1047, dado que en 1063 ya era miembro de una mesnada.
La localización del nacimiento de Rodrigo en Vivar bien podría ser una influencia mesiánica incluida en el Cantar para hacerlo familiar de Laín Calvo, una de las figuras respetables del antiguo condado de Castilla como juez insobornable y justo, que daría empaque a su lado honorable después del episodio del destierro por Alfonso VI.
El momento decisivo en la vida de Rodrigo es en 1067, cuando gana su título de “campeador” en una batalia iurada contra el campeón navarro Jimeno Garcés, si bien tampoco podemos estar seguros ya que los juglares dicen que dicha lid fue contra Martín González en Calahorra. Su fama fue incrementada con numerosas victorias más, creándole un poderoso enemigo en Garcia Ordóñez, otro armiger regis (alférez), de Sancho II que veía como el joven Rodrigo se convertía en el favorito del rey.
Tras el asesinato de Sancho II por Vellido Dolfos, la vida de Rodrigo en la corte del sucesor Alfonso VI  cambia con el matrimonio con la hija del conde de Oviedo, Jimena Díaz, lo que lo catapulta a la nobleza y a tener su propia mesnada.
El recelo de Alfonso VI empezó pronto, ya que el joven alférez mostraba una personalidad excesiva en el cumplimiento de las órdenes reales y las desavenencias llegaron a su clímax con el saqueo de la taifa mora de Toledo, vasalla del rey, que ya empezaba a considerarse Imperator Hispaniae.
El consecuente destierro del verano de 1081 no es más que la consecuencia lógica de un cambio en la forma de hacer política en el último cuarto del siglo XI. ¿cómo es posible vivir del pillaje en la frontera a la órdenes de un rey que afirma ser imperator totius Hispanae, es decir, emperador de todas las tierras de moros por saquear y conquistar? Rodrigo asume que debe cambiar de aires hacia donde su forma de vida aún persista. Su destino será Barcelona.
Rodrigo se ofrece como oficial recaudador de las parias de Valencia, Denia y Murcia de las que Berenguer Ramón II, el hermano pequeño del conde Ramón Berenguer II, estaba encargado apoyado por la nobleza de la frontera.
El conde no ve con buenos ojos esa forma de vida ya que pretende impulsar el modelo de Estado basado en la fiscalidad comercial y las rutas marítimas con el apoyo de Ricard Guillem y la familia de su esposa normanda Mahalda y decide rehusar su ofrecimiento.
Rechazado también por los barceloneses, decide entrar al servicio de la taifa de Zaragoza al mando de los ejércitos de Al-Mutamán, que se encuentra en una disputa con su hermano Al-Mundir de Lérida, quien cuenta con el apoyo de Sancho Ramírez de Aragón y Berenguer Ramón de Barcelona, que había heredado el condado tras el asesinato de su hermano.
Las fuerzas del Cid vencieron en la batalla de Almenara al bando combinado del rey de Aragón y del conde de Barcelona y Rodrigo recibe el perdón de Alfonso VI tras ayudarle en el asedio de Zaragoza pero la ambición de Alfonso VI por hostigar a las taifas de Murcia, Granada y Sevilla no gusta al caudillo de Vivar y le niega sus tropas por lo que el rey decide volver a desterrarlo y apresa a su esposa Jimena y a sus hijas. Rodrigo decide trasladarse a levante y conquistar la taifa de Denia, que era vasalla de Lérida pero bajo el control militar del condado de Barcelona. Vuelven a enfrentarse en la batalla de Tévar en 1090 en la que El Cid captura a Berenguer Ramón II y a numerosos nobles barceloneses entre los que se encuentra Ricard Guillen.


Rodrigo comenzaba a ser un personaje anacrónico en su momento histórico. Por el bando cristiano las órdenes de caballería estaban a punto de vivir un cambio radical con la aparición de los monjes guerreros que veían en el combate contra los musulmanes una forma de glorificar a Dios.
Por otro lado, la irrupción de los almorávides de Yusuf ibn Tasufin, con su interpretación rigorista del islam, en la arena de frontera ibérica convirtió las cabalgadas primaverales en una guerra santa en la que ambos bandos no podían coexistir en el territorio.

La tumultuosa historia de las cabalgadas del Cid en los siguientes años es una serie de aventuras caballerescas cuyo único fin era la obtención de un buen botín. Participaba jubilosamente en esa manera de entender el oficio de las armas en unos años que los valores de la caballería comenzaron a ser absorbidos por el ideal de cruzada que hizo posible la aparición de los milites Christi, los caballeros de Cristo. Del idilio por la aventura de la primavera se pasa a una teología cuya fuente ya no se consigue descubrir porque estaba asumida por monjes guerreros. Los tiempos del Cid habían acabado.Era tiempo para la leyenda.
Tras la conquista de Valencia en 1094 y el reconocimiento como príncipe, Rodrigo se encuentra en disposición de negociar el futuro de sus hijos para los que tiene preparados grandes planes de boda. Pero la muerte de su único hijo varón, Diego Rodríguez, luchando contra los almorávides en la batalla de Consuegra trunca en gran medida sus planes y decide aceptar la proposición de matrimonio de Ramón Berenguer III para su hija María Rodrigo.
Este es el momento culminante de su vida, el que lo convertirá en una leyenda que pudo leer sus propias aventuras y que perdurará en la literatura universal, porque los dos regalos que le dará el conde de Barcelona son: La espada tisó, símbolo de la casa de Barcelona desde tiempos de Ramón Berenguer I y el Carmen Campidoctoris, un poema latino en estrofas sáficas homeoteléuticas de 129 versos a modo de biografía de su figura creada por Ricard Guillen, quien había sido encargado de la educación del joven conde por Bernat Guillem de Queralt.
Guillen llevó a Valencia el ejemplar del Carmen Campidoctoris en marzo de 1094 para hacer la petición de mano y la boda se debió celebrar tres años después cuando el conde tuvo la edad de casarse.
Tras la muerte de Rodrigo el 10 de julio de 1099 su reino durará apenas 3 años ya que el 5 de mayo de 1102 Jimena rinde la ciudad de Valencia a los almorávides Abandonada a su suerte por su primo Alfonso VI.
El legado del Cid permanecerá en sus hijas. María muere pronto, en 1104 y únicamente puede dar una hija a Ramón Berenguer III que el conde casa el 1 de octubre de 1107 con Ramón de Besalú.
El destino de Cristina, la segunda hija del Cid es diferente. Se casó con el infante Ramiro, señor de Monzón, sobrino de Sancho de Navarra. La historia jugó a su favor. Tras la muerte de Alfonso el Batallador, los navarros se separaron de Aragón y eligieron como rey a García Ramírez, el hijo de Cristina. A medida que García Ramírez, “ el Restaurador”, consolidó su posición en el reino de Navarra, su madre se hizo crucial en sus pactos políticos.
En 1140 Alfonso VII, casado con Berenguela de Barcelona, la hija de Ramón Berenguer III y de su tercera esposa Dolça de Provenza, aceptó la propuesta del navarro de casa a su hija Blanca, nieta por tanto de Cid por vía materna, con su primogénito Sancho. Eso obligó a situar la maternidad de Cristina en el centro del panegírico sobre el Cid que la literatura comenzaba a elaborar. Se adivina que este segundo matrimonio fructificó la memoria de Rodrigo Díaz de Vivar.
A mediados del siglo XII, en el momento de consolidarse una poderosa literatura sobre el Cid se debilita la memoria histórica: es el valor de la leyenda.

BIBLIOGRAFÍA:
Munita Loinaz, José Antonio. Mitificadores del pasado, Falsarios de la historia. Universidad del País Vasco 2009
Ruiz-Domènec, José Enrique. Personajes intempestivos de la historia. Gredos 2012
Menéndez Pidal, Ramón, La España del Cid, Espasa Calpe 1967
Ruiz-Domènec, José Enrique. España, una nueva historia. RBA 2009

sábado, 19 de enero de 2013

CASTILLA: ESTRATEGIA MATRIMONIAL Y ÉPICA


La nobleza de los condes de Castilla en el siglo X no es una nobleza de estirpe goda o atraída por el espíritu de recuperación del reino de Toledo; es una nobleza montaraz, que no acepta dar razones o justificaciones. La leyenda de Fernán González, el emblema de la estirpe, significa que la legitimidad se adquiere en el campo de batalla como en Simancas, donde derrota a las tropas de Abd al Rahmân III, en la concesión de fueros como el de Sepúlveda o en el valor de la costumbre sobre el viejo derecho godo. Por lo demás, ser conde de Castilla es un nombre, no un blasón, por mucho que la épica posterior lo intentase. Es una herencia, de la que un individuo solo es un vehículo de un complejo proyecto nacional al sur del río Ebro. Y, como tal, exige la creación de una red de alianzas matrimoniales, unas acertadas, otras no tanto, que consoliden el poder sobre la tierra y sus castillos. Así se perpetúa la aristocracia del siglo X, que solo puede renunciar al intercambio de esposas renunciando a sí misma. Por ello, Fernán González sufrirá en los primeros años la indiferencia de sus vecinos y la prepotencia de los reyes de León que le inmovilizan en su papel de conde soberano de una Castilla independiente. Por el contrario, en la madurez, cuando el uso de las armas le ha consagrado como campeón de la zona, el fondo de su política es una inclinación al intercambio matrimonial, primero con el condado de Ribagorza, donde buscará una esposa para su primogénito García Fernández: la soberbia Ava, la dama que configura la dinastía al conseguir que sus cinco hijas, Mayor, Urraca, Elvira, Toda y Oneca, apuntalen la política de su hermano Sancho García atrayendo a sus cuñados a la causa castellana.
El futuro de Castilla según Sancho García se vincula a las dos potencias emergentes, el reino de Navarra y el condado de Barcelona, lo que supone el final anunciado de León como referente de la lucha contra el califato. Desde el monasterio de San Salvador de Oña, fundado por él en 1011, el conde Sancho observa el misterio primordial del poder surgido de la revolución feudal: el valor del doble matrimonio de sus hijas, la mayor, Muniadona con Sancho III Garcés y la menor, Sancha, con Berenguer Ramón I. Lo que él no podrá hacer lo harán sus poderosos nietos, García Sánchez de Navarra, Fernando de Castilla y León, Gonzalo de Sobrarbe (de su hija mayor) y Ramón Berenguer I (de su hija menor). Sancho García participó con devoción en la ceremonia que legitima el sistema feudal: la donación de las hijas a poderosos jefes de linaje, el reconocimiento de la herencia como un hecho seminal. Para aquellas ocasiones, las abuelas tenían guardados en arcones vestidos de seda, adornados de encajes y pedrería. En la solemnidad de la boda, el conde Sancho presenta subrepticiamente su concepción política. Y con la entrega de sus hijas a Sancho el Mayor de Navarra y a Berenguer Ramón de Barcelona apuesta por una realidad que sigue inexplicada, pero que servirá de guía tanto a él como a sus hijos la herencia de los sentimientos castellanos se transmite de igual modo por la línea masculina que por la femenina. Los hijos de sus hijas llevarán esa herencia en sus venas, se forjarán en los ideales cuando la dinastía y el nombre de Fernán González sea solo una leyenda. Los nobles que regentaban los castillos de la frontera, cerca del río Ebro, preparaban en silencio la llegada de lo inaudito unos años antes, indicando que Fernando, el hijo de la hija mayor de Sancho, Muniadona, sería el nuevo conde de Castilla; el hecho de que se proclamara rey es el indicio de que él tomaría el papel de azote del las tierras del califato de Córdoba; de ahí a desafiar y derrocar al rey de León, su cuñado, Bermudo III, sólo hay unos meses, los que van del matrimonio de Bermudo con Jimena, hija del difunto conde García, a la Batalla de Tamarón en la que Bermudo muere a manos de los castellanos. Jimena optará por la decisión fácil de una viuda de estirpe castellana, ceder el reino de León a su hermano Fernando culminando el proyecto de su bisabuelo. 


BIBLIOGRAFÍA:
SÁNCHEZ CANDEIRA, Alfonso (1999), Castilla y León en el siglo XI. Estudio del reinado de Fernando I, Madrid, Real Academia de la Historia
Ruiz-Domènec, José Enrique (2009), España, una nueva historia. RBA libros Barcelona

miércoles, 14 de noviembre de 2012

TANTO MONTA...


En el actual contexto de elecciones donde los partidos estampan sus lemas en plásticos y papeles por las calles de la ciudad y propagan sus mensajes políticos, ambigüamente simbólicos, por los medios me gustaría echar la vista atrás y hablar sobre un lema que ha calado muy hondo en la historia de España y que pervive en nuestra sociedad con un eco rancio de tiempos pasados, el mítico "Tanto monta..."

Isabel y Fernando se acercaron al umbral de la exuberancia simbólica perdurable con su esfuerzo por tener un emblema con el que la gente pudiera visualizar la nueva y revolucionaria concepción del poder. En un ingenioso ejercicio sobre el alcance de las contraseñas, los hombres de la corte interpretaron los deseos de la reina creando para ella un haz de flechas, que significa la unión de los reinos; además, la F era la inicial del nombre de su marido. Para Fernando eligieron el yugo, entre otros motivos porque contiene la letra Y, la inicial del nombre de su esposa. Así se creó el famoso emblema del yugo y las flechas, que aparece en todos los escudos de armas como el elemento identificador del reinado, y con el que se contrarrestó el efecto comunicativo entre el pueblo del emblema de Enrique IV, una granada de oro sobre verde, cuya intención simbólica quedaba aclarada en el lema que acompaña a la imagen: “agridulce es reinar”. A este mismo contexto paraheráldico y protoemblemático pertenecen por derecho propio el yugo y las flechas.
Las flechas de Isabel están unidas con el yugo de Fernando, ambas se extienden hacia una granada abierta, una fruta madura, como la ciudad del mismo nombre. Se acordó que sobre el emblema se colocase una divisa, un lema, según la costumbre del siglo XV. Los maestros de ceremonias no tuvieron dudas al respecto. Propusieron el lema “Tanto monto”. Pero ¿cuál es su significado? Se han ofrecido dos.
Primer significado, el popular, que atiende más al imaginario de una sociedad que al conocimiento de la emblemática europea. En este caso, la tradición popular necesita ampliar el lema para dar paso al famoso pareado que se ha repetido, y se repite, hasta la saciedad: “Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. El lema haría alusión al carácter paritario de la unión matrimonial de los Reyes Católicos, y significaría la manera de concebir un reinado donde la esposa y el marido consiguen un equilibrio perfecto. La gente lo ha querido ver así, incluso cuando bromea por el doble sentido del verbo “montar” en castellano: se precisa una realidad política que es tanto más real cuanto más se acerca la anulación de las formas tradicionales de la sumisión de las mujeres a los maridos, incluso en el caso de las reinas, siempre bajo la autoridad del macho que las somete a su voluntad.

La igualdad del gobierno de los Reyes Católicos convierte el lema en un reclamo hacia un hecho excepcional, inexplicable, que acerca aquellos años de su reinado a una eucronía de feliz memoria. Y esa interpretación se mantiene gracias sobre todo a la irritación que provoca en los eruditos que no entienden la pervivencia de un tópico que conculca los más elementales conocimientos de heráldica y emblemática referentes a la divisa y la empresa.
Las investigaciones de los eruditos sobre el lema han demostrado la inanidad de esa lectura popular. Y aquí aparece la encrucijada actual: ¿qué puede hacer el historiador profesional ante un caso semejante? ¿seguir irritado por la facilidad con la que se manipula el conocimiento del pasado, o, por el contrario, como sugiere Manuel Fernández Álvarez, aceptar la carga simbólica que tiene, para la gente común, el lema del reinado de los Reyes Católicos, e interpretar el “Tanto monto, monta tanto, Isabel como Fernando” como un fenómeno significativo?

Segundo significado, el erudito, el que se basa en el estudio de la heráldica y la emblemática de la época de los Reyes Católicos. El público general descubre con gradual sorpresa que el lema “Tanto monta” (así, sin añadidos) responde a una costumbre de la sociedad caballeresca de la Edad Media muy extendida entre aquellos nobles que pertenecían a alguna orden militar, como era el caso de Fernando, miembro de la Orden del Toisón de Oro, como su tío Alfonso el Magnánimo, o como su nieto Carlos V. Precisamente, un comentario a este último puso a los eruditos sobre la pista del verdadero significado del lema.
El 22 de enero de 1518 Alfonso de Zuazo escribió a Carlos V una carta en relación a la conquista de las Antillas, y en medio de ella insertó una observación en los siguientes términos: “ Éste es el verdadero nudo del Gordió, que el Rey Católico traía por divisa sobre sus armas”. Para Zuazo, como nos descubre Ruiz-Domènec, el lema “Tanto monta” es una mítica referencia a una de las leyendas más famosas de la Antigüedad, y que en la Castilla del siglo XV se conocía gracias al relato del historiador Quinto Curcio. Se trata del momento en que el macedonio Alejando Magno se encontró frente al desafío del nudo gordiano, un trozo de cuerda a las puertas de una ciudad de Asia Menor; quien lo desatara, según la leyenda, conquistaría el mundo. Alejandro decidió que era igual cortarlo que desatarlo: da lo mismo cortar que desatar el nudo alegórico de los problemas del Estado, porque lo que realmente importa es el resultado. Ese “da lo mismo” se convierte en lenguaje de la época en el “Tanto monta” de la divisa de Fernando, un caballero de la Orden del Toisón de Oro. ¿Quién se la sugirió? Al parecer fue el humanista Antonio de Nebrija quien le explicó a Fernando la anécdota de Alejandro, y probablemente quien le invitó a que la adoptase como divisa de sus armas.

El emblema y el lema son el signo de un reinado, el de un proyecto político que necesita por encima de cualquier cosa convencer a la sociedad. El hallazgo de Isabel afecta a la importancia concedida a las imágenes en el ejercicio del poder. Todas las formas artísticas de su reinado recibirán la huella de ese emblema y de ese lema y todas subsisten hoy en la memoria colectiva. Cualquier reflexión sobre esos signos nos remite a un hecho singular ocurrido casi cuatro siglos y medio después de su adopción por los Reyes Católicos, a la recuperación de esos signos en la década de 1930 por las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista de Onésimo Redondo y Ramiro Ledesma Ramos, que más tarde adoptará la Falange.
Basta decir que en el emblema y el lema de los Reyes Católicos se vive el valor de un nuevo cambio estructural en la historia, de un nuevo amanecer, como se decía en la deriva poética de los himnos de la Falange Española de la JONS, en la convicción de que el reinado de Isabel y Fernando volvía a recuperarse en todo su espíritu, proyectando un destino manifiesto en lo universal, que entusiásticamente se vinculaba a las enigmáticas “montañas nevadas” de sus cánticos. Expresiones cargadas de realidad doctrinal. Ese mundo en el que las cosas, para ser, den ser también un reflejo del tiempo áureo de la historia de España que solo la Falange de la JONS, y después su heredero natural, el Movimiento Nacional del general Franco, fueron capaces de interpretar adecuadamente en todas las dimensiones esotéricas de su proceso alquímico. Es el mundo en el que seguimos viviendo, naturalmente, que nos rodea dese hace más de setenta años como una sombra invisible. Todo esto puede verse aún en algunos aspectos de la últimas exposiciones, donde el simbolismo providencialista de la época de los Reyes Católicos resulta tan notorio y se halla tan presente en algunos comentarios sobre la eternidad de la unión de las tierras hispánicas.

BIBLIOGRAFÍA:
M.Á. Ladero Quesada, La España de los Reyes Católicos, Madrid, Alianza 1999
A. Alvar, Isabel la Católica, una reina vencedora, una mujer derrotada, Madrid, Temas de Hoy 2002   
A.Sesma, Fernando de Aragón. Hispaniarum rex, Zaragoza, Gobierno de Aragón 1992
J. Valdeón, Arte y cultura en tiempos de Isabel de Castilla, Valladolid, Ámbito 2003
J.E.Ruiz-Domènec, España, una nueva historia. Barcelona RBA 2006

domingo, 14 de octubre de 2012

1369-1474: EL SIGLO DE LA REVOLUCIÓN


La enseñanza tradicional de la historia nos ha creado un muro difícilmente escalable que es el paso de los siglos. Nos han enseñado que el hombre del siglo XIX es diferente de uno del siglo XX  y esto se incrementaba si echábamos la vista a siglos anteriores (X, XII, XIV). Recientemente falleció el hombre que transformó esa concepción de la historia, el gran maestro Eric Hobsbawm, que con su teoría de “el Corto siglo XX”, abrió la posibilidad de que un siglo englobase desde pocas decenas de años a más de un centenar de años rompiendo así el tabú que contabiliza los años del 00 al 99, permitiéndonos agrupar los siglos así los acontecimientos que se ven marcados por una misma concepción política o sistema de valores.

El siglo que comienza con la revolución política de los Trastámara en Castilla (1369) y termina con la llegada al trono de más famoso miembro de la dinastía, Isabel la Católica (1474), es el Gran Siglo de la Historia de España, con independencia de que se hable de la Corona de Castilla de La Corona de Aragón, del reino de Navarra e incluso, por qué no, del reino nazarí de Granada. Los tópicos sobre la crisis económica impiden comprender este hecho en toda su amplitud; también el tono providencialista de la época que le siguió, la de los Reyes Católicos. Era necesario partir de una situación caótica anterior y así se hizo pese a que nada lo justifica. Los más de cien años transcurridos entre 1369 y 1474 son el centro del tiempo histórico (del que hablaba Fernand Braudel) en la cultura española, en el que se desvela su esencia, en el que ofrecen sus posibilidades reales, su verdadera identidad. Se puede pensar que se trata solo de un desahogo lírico, del jubileo arrebatado de una sociedad apasionada por la callada belleza del gótico borgoñón en la línea esbozada por Johan Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media. Es más que eso. Las imágenes de una extraordinaria arquitectura, pintura, miniatura, poesía, teatro o novela son siempre los símbolos de su pensar. Lo que las sociedades hispánicas encuentran en ese Gran Siglo es la resplandeciente amplitud cósmica que hace visibles todas las cosas que se encuentran debajo de él y las recubre con su bóveda, unificando todo lo disperso. Un juego con el mundo entendido como el laberinto donde se mueve la fortuna que diría Juan de Mena.

La instalación de la casa de Trastámara, primero en la Corona de Castilla (1369) tras el incidente de Montiel y luego en la Corona de Aragón (1412) tras el Compromiso de Caspe, creó una visión etnocéntrica de la Historia de España que valoró su particular pasado, la secular guerra de Reconquista, como el resultado del contacto con una serie de pueblos inferiores desde el punto de vista militar e incluso (lo que resulta chocante a un espectador actual) menos avanzados culturalmente. El contacto con la civilización europea hizo añicos en pocos años su visión del mundo, y desde entonces intentaron conjugar los ideales de la caballería procedentes de Borgoña con el tradicional casticismo de la nobleza y del pueblo a la hora de afrontar los problemas cotidianos. Alfonso el Magnánimo dio un paso decisivo en esa dirección con su idea de una red de ciudades centrada en Nápoles, que fue el inicio de la implantación española de la Europa de los príncipes. La Orden del Toisón de Oro se convierte en el icono de este vigoroso proyecto político. Sin embargo, el Estado dinástico de los Trastámara se vio amenazado por dos factores de primer orden, que hicieron su aparición en la década de 1460. Uno de ellos es la rebelión de una nueva élite de formas y espíritu cosmopolitas contra los valores tradicionales y su apuesta por el lujo como matriz del capitalismo, intensificando el glamour, la moda y el uso del dinero a escala internacional. El segundo fenómeno, que nadie pudo predecir con anterioridad a su repentina aparición, es el desarrollo de una cultura de la guerra para resolver los problemas políticos en la que cada uno de los grupos enfrentados acusa al otro de traidor y enemigo de la patria. Ocurre por igual en la Corona de Castilla, donde la nobleza adopta posturas intransigentes, como en la Corona de Aragón, donde los litigios entre la Generalitat y el rey buscan resolverse en el campo de batalla con el consiguiente encono de posturas ideológicas y de juicios de valores de unos contra otros.
Un concepto que evoca poderosamente este sentimiento de identidad de carácter unitario es la imagen del cosmos español que constituye el nexo entre el mundo de Juan de Mena o el Marqués de Santillana y el de Ausiàs March y Joanot Matorell. En su versión más aséptica, ese cosmos español es el mito del caballero de la frontera que formaba parte de la ficción popular recogida en el Romancero y de las novelas en las que un héroe singular, tras haber superado diversas aventuras y algún que otro lío de faldas, se enfrenta al enemigo secular español, el islam, sea en la Vega de Granada o en las puertas de Constantinopla. Vemos, así, la asociación de los ideales de la caballería procedentes de Borgoña y una aspiración concreta y tradicional: convertir la lucha contra el moro en principio de identidad. Esto es lo más parecido que podemos encontrar en la España del siglo XV a los proyectos de cruzada elaborados por la Orden del Toisón de Oro, a la que los reyes de la casa Trastámara se adhirieron con inusitado interés. Aunque para la gente común estos ideales eran solo una magnífica oportunidad de regresar a la época de oro en la que la frontera abría miles de posibilidades de ascenso social y mejora económica para campesinos, funcionarios sin trabajo, regidores ambiciosos e hidalgos arruinados. Esta actitud alcanzó dos puntos álgidos durante el reinado de Enrique III, con la conquista de Antequera por el infante Fernando, antes de convertirse en rey de Aragón, y en la época de Enrique IV, cuya fascinación por lo moro era simplemente una coartada para sujetar a la nobleza andaluza proclive a la disidencia.
La dinastía Trastámara se revuelve, ciertamente, contra las ideas políticas, sociales y estéticas transmitidas por la tradición castiza castellana y aragonesa, pero al hacerlo permanece todavía ligada a ella; las invierte, piensa en contra de los valores del gótico clásico, de inspiración francesa y, sin embargo, al actuar así opera con los medios intelectuales de ese mismo gótico en su matiz flamígero, ese humor flamboyant en la historia del arte, como dijo de él Langlois, el erudito normando de finales del siglo XVIII. La lucha de los Trastámara retrospectiva contra la estética y la moral del pasado se mueve hacia una reafirmación de las conquistas militares en la península Ibérica, el Atlántico y el Mediterráneo. El cauce que guía la dirección de sus gestas, con Enrique III y Juan II en Castilla o Fernando I y Alfonso el Magnánimo en Aragón, sigue siendo la interpretación del mundo como un espacio de aventura comercial, intelectual y artística.

Bibliografía:
L. Suárez, Monarquía hispánica y revolución Trastámara, Madrid 1994.
J. Valdeón, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía bastarda, Madrid, Temas de Hoy 2001.
Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad, Barcelona, Península ,2003
J.M.Nieto Soria, Ceremonias de la realeza. Propaganda y legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid ,1993
Jose Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, RBA editores, Barcelona 2009

lunes, 8 de octubre de 2012

A PROPÓSITO DE ENRIQUE IV


Recientemente se ha vuelto a poner de moda el clásico debate sobre la impotencia o homosexualidad de Enrique IV, rey de Castilla entre 1454 y 1474. El presente artículo tratará de explicar una compleja personalidad que los historiadores han estudiado a lo largo de la historia pero que sigue sin despejar las dudas sobre este particular personaje que pudo cambiar la historia de España tal y como la conocemos.

El 5 de julio de 1468 moría en Cardeñosa el joven rey usurpador Alfonso XII de Castilla, conocido en su tiempo como Alfonso el inocente, su vida había sido desgraciada. La Liga se quedaba sin “su” rey, y quizás en ese momento Enrique IV respiró. Pero estaba Isabel. Y no tuvo más remedio que firmar con sus enemigos el acuerdo de Toros de Guisando por el cual Isabel era nombrada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Los detalles de la intriga creada para llegar a ese punto de aparente concordia nos han hecho olvidar un aspecto que quizás no resulta tan llamativo en apariencia pero que tiene todos los elementos para explicar el enigma de por qué se odiaba tanto (y se sigue odiando) a Enrique IV.
Los cronistas de la época contribuyeron decididamente a ello. Pocos le defendieron y, cuando lo hicieron, buscaron la manera de entrar en su extraño comportamiento, en su psicología diríamos hoy. Y es precisamente la forma de ser de este rey uno de los temas clásicos de la historia de España.
Para Gregorio Marañón en su célebre Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, escrito en 1941 el calificativo displásico eunocoide le permite fijar un comentario moral sobre su pusilánime actuación política: “Esa enfermedad adopta el tipo degenerativo y actúa en forma de disolución perturbadora de los pueblos que tienen la desdicha de soportarla”. Para José Luis Martín, en su biografía Enrique IV de Castilla, rey de Navarra, príncipe de Cataluña, publicada en 2003, los enconados debates acerca de este rey muestran la necesidad de “tomarlos en serio si se quiere entender esta época de nuestra historia, protagonizada, para bien o para mal, por este monarca”.

Una pantalla de prejuicios, de tópicos, como el de su supuesta impotencia, nos impide llegar al fondo del alma de este hombre y de otros individuos como él, difíciles de calificar, raros. Lo intentó Sigmund Freud a través de una técnica, el psicoanálisis, que no ha hecho más que recibir críticas en los últimos años. Pero no contamos con otra herramienta. La alternativa fácil: usamos las pesquisas analíticas de las psique humana o dejamos el asunto. Convengamos sin embargo que es mejor tratar a Enrique como un enfermo mental que como un pobre hombre obsesionado por el tamaño del pene. Propongo intentar un acercamiento a este rey con criterios del análisis freudiano, la pregunta en ese sentido es la siguiente: ¿por qué Enrique IV nunca respondió a las acusaciones que se vertían sobre su comportamiento y sobre la ilegitimidad de su hija Juana, llamada cruelmente “La Beltraneja”, por ser una supuesta hija de su válido Beltrán de la Cueva? Freud centraría esa conducta entre la vergüenza y la culpa ¿Cuál de las dos orientó la vida de este rey?
La culpa procede siempre del aspecto punitivo del superego;  la vergüenza del aspecto amoroso del ideal del yo. La culpa procede del desafío al padre, y ése fue precisamente el diagnóstico, permítaseme hablar así, de Hernando del Pulgar, quien en sus Claros varones de Castilla afirmó: “Se debe creer que Dios, queriendo punir en esta vida alguna desobediencia que este rey  mostró al rey su padre, (Juan II de Castilla) dio lugar que fuese desobedecido por los suyos”. La vergüenza surge de la imposibilidad de vivir a la altura de su ejemplo interiorizado. En ese sentido, la vergüenza de Enrique IV de conduce a una feroz condena de sí mismo al sentir que nunca podría ser amado como él merecía. Eso le condujo a rechazar a su primera mujer (Blanca de Navarra) y, sobre todo, lo que fue más peligroso desde el punto de vista político, a su hija Juana, de quien en ocasiones decía a sus confesores que era su hija y en otras no “lo era ni por tal la tenía”. Aquí se encuentra el conflicto de Enrique IV; el motivo de la constante ansiedad, depresión y suspicacia que le consumía por dentro. ¿Explica ese estado de ánimo la falta de decisión, la debilidad ante quienes hacían caso omiso de su autoridad, e incluso quienes cuestionaban su legitimidad como rey de Castilla? El temor a la contaminación y a la deshonra le llevó a desear contaminarse a fondo, entrando en contacto con prostitutas y mancebos (de ahí su fama de homosexual), lo que constituye un llamativo ejemplo de la relación entre la desgracia vergonzante y el acto de exhibición desvergonzado.
El exhibicionismo de Enrique IV no conoció la vergüenza. Por una parte, aceptaba todas las sugerencias de la moda de la época: se vestía con aljuba morisca de seda de muchos colores, cabalgaba a la jineta, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, se mantenía esquivo como la coqueta que nunca dice que no pero que no se compromete, se buscaba el pene a ver cómo era. Por otra parte, quería dominar el mundo, el reino de Granada, Cataluña (no en vano se postuló a ser Conde de Barcelona aunque luego, según su costumbre, se desdijo) quería dominar también los prostíbulos de Segovia, y los convirtió en objetos de si fantasía. Cuando la gente que le rodeaba no le hacía caso (lo que ocurría a menudo), mostraba un rostro expresivo, paralizado, que León Wurmser denominó la máscara de la vergüenza: “la expresión inmóvil, inescrutable, enigmática de una esfinge”. Ese semblante repulsivo no solo servía, en sus fantasías, para ocultar sus propios secretos sino también para fascinar y dominar a los demás, o para castigarlos. ¿Qué decir de Enrique IV arrastrándose por el alcázar de Madrid entre comilonas, vómitos, confesiones, caprichos (como su deseo de ir a ver “las fieras encerradas en el bosque cercado del Pardo”), falta de criterio y de responsabilidad (murió sin hacer testamento y sin recibir los últimos sacramentos)? Lo que se percibe de los últimos días de Enrique IV, de su hundimiento personal, no es más ni menos que la contingencia y la finitud de la vida humana. No puede ni sabe reconciliarse con el carácter hostil de los límites. El registro de sus excentricidades nos hace ver por qué la vergüenza está tan estrechamente relacionada con el cuerpo, que si resiste a los esfuerzos por controlarlo y nos recuerda, por ello, la inevitable limitación que es la muerte. Todas esas acciones eran una forma de humillarse, para evitar descubrir quién era antes de morir. No supo o no quiso hacerlo; nunca lo sabremos.
Recientes estudios médicos han confirmado que: "con toda seguridad Enrique IV padecía desde la infancia una acromegalia originada por un tumor hipofisario productor de GH y PRL, lo que podría justificar la impotencia desde su juventud y otros síntomas claramente referidos en las crónicas. La litiasis renal crónica (dolor de costado, mal de quijada y hematuria) desembocó finalmente en una uropatía obstructiva aguda, causa principal de su fallecimiento. Este hecho no ha sido destacado por los historiadores. No puede descartarse  que la litiasis renal formara parte de un síndrome de neoplasia endocrina múltiple".

 La vergüenza, escribió Nietzsche, existe siempre que hay un misterio y la nobleza castellana no podía soportar otro morbus gothorum que pusiese en peligro el estado que estaba naciendo; Isabel era una apuesta segura.


Bibliografía

Salvá Miguel, Testimonios inéditos para la historia de España Vol XL Madrid 1862 
Martín, José-Luis (2003). Enrique IV de Castilla: Rey de Navarra, Príncipe de Cataluña. Editorial NEREA
Martín, José Luis, "Enrique IV", ed. Nerea, Hondarribia, 2003
Los Trastamara y la Unidad Española. Ediciones Rialp. 1981.
Álvarez Palenzuela, Vicente Ángel  Historia de España de la Edad Media. Editorial Ariel.2007 
Suárez Fernández, Luis La conquista del trono. Ediciones Rialp 1989 
Ruiz-Domènec José Enrique, España, una nueva historia, RBA ediciones 2006
Marañón Gregorio, Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo Madrid 1930
Maganto Pavón Emilio, Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico Madrid 2003


jueves, 20 de septiembre de 2012

EL FIN DE LA ROMAN WAY OF LIFE EN HISPANIA


La cristianización del Imperio Romano y más concretamente de Hispania fue el elemento más decisivo en la transformación de la vida social y cultural de los siglos II y III de nuestra era, el más consciente de los objetivos, el más tenaz y al mismo tiempo el que provocó mayor recelo entre las élites que con el tiempo se calificaron de paganas.
Las primeras evidencias de la cristianización en el mundo romano se dan en obras de objetivo y temática panegíricas como la Exhortación de los gentiles de Clemente de Alejandría, los panfletos de Tertuliano y Orígenes o las dramáticas vidas de Antonio, Juan Clímaco y otros padres del desierto. Éstas son actitudes de una civilización ausente, capaces de evocar un devastador sentimiento de retiro, una suerte de sugestión por el fin de los tiempos vinculado con el fin de los valores tradicionales de Roma.
La situación se agravó cuando coincidió la masiva llegada de pueblos nómadas con la conversión de los tributos en renta, vale decir, en recursos privados, no públicos. Esta revolución silenciosa fue poco advertida debido a las preocupantes noticias que llegaban desde las fronteras. En el 378 el emperador Valente había sido derrotado a las afueras de Adrianópolis por los godos que dos años antes habían atravesado el Danubio huyendo de los hunos y otros pueblos de la estepa. ¿Qué hacer para que esta invasión militar no fuese más que una llegada masiva de inmigrantes? Teodosio lo tuvo claro; dividir el Imperio y asentar a los bárbaros en las fronteras y convertir al cristianismo en la religión oficial del Estado consciente de que la virtud estoica de los cristianos los diferenciaría de los paganos bárbaros y les permitiría mantener la virtus romana.

Muchos contemporáneos trataron de entender esas decisiones del emperador, aunque quizás no participaban de su jubiloso optimismo. ¿Cómo se vivió ese fenómeno en Hispania?
En Cathemerinon liber, una especie de libro de horas de doce himnos, y en Hamartigenia (origen del pecado) el poeta Prudencio, nacido en Calahorra (aunque algunos proponen Zaragoza) en el año 348 d. C. en el seno de una familia noble de formación cristiana, lleva a cabo una despiadada crítica hacia los valores de la forma de vida romana: el desmedido interés por los espectáculos en el anfiteatro vinculados según él a la corrupción política y a la desmesura propia de paganismo. En Contra Symmachum convierte la lucha de los gladiadores en una realidad paralela, espectral y turbadora porque su fin carece de justificación, la muerte de unos hombres en la arena para el deleite de otros hombres. Prudencio nos introduce magistralmente en una sospecha: en el combate de gladiadores la muerte no tiene ningún sentido. El narcisismo romano es perverso, le escribe al emperador Honorio, y debe suprimirse en nombre de la caridad cristiana. Combate no a la muerte de un hombre sino a la razón de hacerlo: el juego agónico no basta para justificar que unos hombres ofrezcan su vida en la arena.
Al criticar esa manera de entender la muerte, Prudencio describe una realidad mucho más trágica, el martirio de buenos cristianos como prenda de su fe ante una sociedad indiferente. En su magnífico Peristephanon ( Libro de las coronas de los mártires) encuentran acomodo los relatos del martirio de santa Engracia y sus innumerables mártires que recibieron el nombre de las “Santas Masas” de Zaragoza; o los suplicios de San Lorenzo en Huesca o san Vicente en Valencia. Al criticar los espectáculos del circo y al mismo tiempo al glorificar el martirio de los cristianos, inmolados por su fe, Prudencio redescubre todas las fisuras de la sociedad romana de finales del siglo IV y actúa en consecuencia. Se trata, al cabo, del reconocimiento de un gesto cruel, fuera de época, en el espejo de la invención de una nueva identidad para la sociedad romana, la identidad cristiana. La ciudad y sus habitantes están ausentes de este cambio de actitud porque ya no saben qué pensar ante la situación en la que viven y porque sus viejos valores son reprimidos con dureza. La aceptación de la censura de los espectáculos se convierte así en un hecho a la vez cultural y político, que trasciende cualquier actitud personal. La violencia contra lo romano es un hecho. Pero esa nueva identidad cristiana, promovida entre otros por el “español” Prudencio, no cambia gran cosa las condiciones materiales, sociales, políticas y culturales de la gente común; por contra, esa identidad ofrece un motivo para morir como mártires o matar como los nuevos campeones de la verdad. Un horizonte sombrío se abría paso en Hispania y otros lugares del Imperio, donde no había lugar para los disidentes, los pensadores originales, aunque fuesen figuras extravagantes cargadas de buenas pero delirantes intenciones. Se escribirá contra todos ellos: paganos, judíos, nestorianos, arrianos y por supuesto, priscilianos, los seguidores del disidente religioso más grande del siglo IV en Hispania, el obispo gnóstico de Ávila Prisciliano.
Roma había atacado a los cristianos en los siglos anteriores y estos se habían refugiado en las provincias y su número había crecido, ahora pedían la disolución del Roman way of life. Nada volvería a ser igual.

Bibliografía:
P. Bosch Gimpera, P.Aguado Bleye, J.Ferrandis, Historia de España. España romana, Madrid, Espasa Calpe 1935.
Tarrans Bou, F.Alfafar, El mosaico romano en Hispania: Crónica ilustrada de una sociedad, Valencia Unoediciones 2004
José Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, Barcelona 2009 RBA libros

sábado, 25 de agosto de 2012

COVADONGA, LA CAVERNA PROTECTORA


Si en mi artículo anterior hablaba del reino Visigodo de Toledo como el precursor de lo que hoy conocemos como España, en el presente artículo me gustaría desmitificar el origen del concepto Reconquista analizando su origen, la célebre Batalla de Covadonga. 
Asturias había sido hasta el momento una región periférica del Imperio Romano,"de espesísimas malezas, ásperas y fragosas" como decía Valerio del Bierzo (aún hoy lo es) cuya importancia había crecido notablemente a lo largo del siglo VII bajo una sombra de sospecha, porque le faltaba legitimidad. Para tenerla, tendría que cambiar de política e interesarse por los asuntos hispánicos. Con la campaña del general Al Qama, un noble de la región llamado Pelayo evocó el mito de la caverna protectora refugiándose en la Cova Dominica (Cueva de Santa María), que representaba el indomable espíritu de resistencia ante el islam, lejos de la civilización visigoda y de su morbus del que hablaba Gregorio de Tours.
Ese mismo espíritu ya estaba a punto de manifestarse en el interior de Europa; con un eufemismo diplomático llamado Batalla de Poitiers. Así que había llegado el momento de ceder el poder a la única fuerza que prometía defender al pueblo cristiano, aunque por entonces eran pocos los convencieron de ello: ver el mundo desde la cueva protectora era la forma que tuvo Pelayo de reclamar al legitimidad para su empresa. El tiempo se encargaría de esclarecer los detalles y de inventar los significados
Gobernaba el norte peninsular desde Gijón un bereber llamado Munuza, cuya autoridad fue desafiada por los dirigentes astures que, reunidos en Cangas de Onís en 718 encabezados por Pelayo, decidieron rebelarse negándose a pagar impuestos exigidos para mantener la fe cristiana, el jaray y el yizia. Tras algunas acciones de castigo a cargo de tropas árabes locales, Munuza solicitó la intervención de refuerzos desde Córdoba. Aunque se restó importancia a lo que estaba sucediendo en el extremo ibérico, el valí Ambasa envió al mando de Al Qama un cuerpo expedicionario sarraceno que probablemente en ningún caso alcanzaría la cifra de 187.000 hombres dada por las crónicas cristianas, un número nada casual ya que es un calco de un pasaje del Antiguo Testamento en el que se relata el ataque a Jerusalén por el rey de Asiria Senaquerib con un contingente de 185.000 soldados, que fueron exterminados por el ángel del Señor mientras dormían, como había anunciado el profeta Isaías.

En cuanto a las fuerzas de Pelayo, la historiografía reciente las cuantifica en poco más de 300 combatiente, de nuevo nada casual. Con ellas esperó a los musulmanes en un lugar estratégico, como el angosto valle de Cangas de los Picos de Europa cuyo fondo cierra el monte Auseva, donde un atacante ordenado no dispone de espacio para maniobrar y pierde la eficacia que el número y la organización podrían otorgarle. Allí, en 722, se produjo el enfrentamiento, cuya dimensión se desconoce y que pudo tratarse de una batalla o una simple escaramuza en la que murió Al Qama y un número importante de sus efectivos, obligando a Munuza a escapar de Gijón. No logró huir el gobernador musulmán dado que él y sus tropas encontraron la muerte en su desordenada huida, al caer sobre ellos una ladera debido a un desprendimiento de tierras, probablemente provocado, cerca de Cosgaya en Cantabria.
Parece claro que las tropas de Pelayo emboscaron dos veces a los musulmanes desde las alturas de Covadonga y Cosgaya, seguramente lanzando piedras y forzando un desprendimiento de rocas que sorprendería a la caballería árabe en los angostos valles impidiendo su huida.
El duro invierno de esas cotas montañosas haría desistir a los musulmanes de persistir en sus ataques ya que la ruta hasta los lagos de Covadonga aún era más arriesgada y se exponían a más bajas.
Esta victoria permitió que la región no volviese a ser atacada por fuerzas musulmanas. La batalla de Covadonga supuso la primera victoria de un contingente rebelde contra la dominación musulmana en la Península Ibérica. Tuvo una amplia difusión en la historiografía posterior como detonante del establecimiento de una insurrección organizada que desembocaría en la fundación, en principio, del reino independiente de Asturias, y de otros reinos cristianos que culminaría con la formación del Reino de España.

Visión musulmana de la batalla
Según las crónicas árabes de la época:
Dice Isa Ibn Ahmand al-Raqi que en tiempos de Anbasa Ibn Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay [Pelayo]. Desde entonces empezaron los cristianos en al-Ándalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islámicos, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta que llegara Ariyula, de la tierra de los francos, y habían conquistado Pamplona en Galicia y no había quedado sino la roca donde se refugia el rey llamado Pelayo con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían que comer sino la miel que tomaban de la dejada por las abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y al cabo los despreciaron diciendo «Treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?». En el año 133 murió Pelayo y reinó su hijo Fáfila. El reino de Belay duró diecinueve años, y el de su hijo, dos.

Visión cristiana de la batalla


Según las crónicas de Alfonso III. Crónica de Albelda datada en el 881:
Alqama entró en Asturias con 187.000 hombres.Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y que el ejército de Alkama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: «Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?». El interpelado se asomó a una ventana y respondió: «Aquí estoy». El obispo dijo entonces: «Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos». Pelayo respondió entonces: «¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?». El obispo contestó: «Verdaderamente, así está escrito». [...] Tenemos por abogado cerca del Padre a Nuestro Señor Jesucristo, que puede librarnos de estos paganos [...]. Alqama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las hondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que las disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga...
Crónica de Abelda


¿Acaso Pelayo recurre a la memoria familiar para argumentar que su gesto de defenderse en Covadonga responde a los ideales de su padre Favila, antiguo duque de Asturias? Esa idea, envuelta en leyendas de tono heroico, atravesó los años hasta formar parte de las primeras crónicas que describieron la batalla de Covadonga, la Albeldense y la Rotense, a finales del siglo IX. Ciertas ideas, al ser repetidas sin parar, se convierten en verdad histórica. El aguerrido astur se revela entonces como el heredero de la legitimidad visigoda (Alfonso X incluso le hizo descendiente del rey Chindasvinto), el custodio del legado cristiano y romano  el guía espiritual de un pueblo que se levanta contra el infiel y el usurpador extranjero. Los meandros de la vida de Pelayo, que muere en Cangas de Onís en el 737 y de su incipiente círculo de amigos y conmilitones sirvieron de marco para la elaboración de un mito que la sociedad astur primero, leonesa después y castellana finalmente se encargaría de repetir: (Pelayo es el icono de la resistencia ante la invasión árabe, el padre de la patria; y su gesta el origen de la nación española)

BIBLIOGRAFÍA
Sánchez-Albornoz, Claudio. "El reino de Asturias. Orígenes de la nación española". Colección: Biblioteca Histórica Asturiana. Silverio Cañada, Gijón, 1989
 Ruiz de la Peña, Ignacio. "Batalla de Covadonga", en la Gran Enciclopedia Asturiana, Tomo 5, pp. 167-172. Silverio Cañada, Gijón, 1981
Erice, Francisco y Uría, Jorge. Historia básica de Asturias. Colección: Biblioteca Histórica Asturiana. Silverio Cañada, Gijón, 1990
Julio Valdeón BaruqueLa España medieval. Actas, S.L., 2003. 
 Julio Valdeón Baruque et al. Historia de las Españas medievales. Editorial Crítica, 2002. 

Jose Enrique Ruiz-Domènec. España, una nueva historia. RBA ediciones Barcelona 2009