La enseñanza tradicional de la historia nos ha creado un
muro difícilmente escalable que es el paso de los siglos. Nos han enseñado que
el hombre del siglo XIX es diferente de uno del siglo XX y esto se incrementaba si echábamos la vista a
siglos anteriores (X, XII, XIV). Recientemente falleció el hombre que
transformó esa concepción de la historia, el gran maestro Eric Hobsbawm, que
con su teoría de “el Corto siglo XX”, abrió la posibilidad de que un siglo
englobase desde pocas decenas de años a más de un centenar de años rompiendo
así el tabú que contabiliza los años del 00 al 99, permitiéndonos agrupar los siglos así los acontecimientos que se ven marcados por una misma concepción política
o sistema de valores.
El siglo que comienza
con la revolución política de los Trastámara en Castilla (1369) y termina con
la llegada al trono de más famoso miembro de la dinastía, Isabel la Católica
(1474), es el Gran Siglo de la Historia de España, con independencia de que se
hable de la Corona de Castilla de La Corona de Aragón, del reino de Navarra e
incluso, por qué no, del reino nazarí de Granada. Los tópicos sobre la crisis
económica impiden comprender este hecho en toda su amplitud; también el tono
providencialista de la época que le siguió, la de los Reyes Católicos. Era necesario
partir de una situación caótica anterior y así se hizo pese a que nada lo
justifica. Los más de cien años transcurridos entre 1369 y 1474 son el centro
del tiempo histórico (del que hablaba Fernand Braudel) en la cultura
española, en el que se desvela su esencia, en el que ofrecen sus posibilidades
reales, su verdadera identidad. Se puede pensar que se trata solo de un
desahogo lírico, del jubileo arrebatado de una sociedad apasionada por la
callada belleza del gótico borgoñón en la línea esbozada por Johan Huizinga en
su libro El otoño de la Edad Media. Es
más que eso. Las imágenes de una extraordinaria arquitectura, pintura,
miniatura, poesía, teatro o novela son siempre los símbolos de su pensar. Lo que
las sociedades hispánicas encuentran en ese Gran Siglo es la resplandeciente
amplitud cósmica que hace visibles todas las cosas que se encuentran debajo de
él y las recubre con su bóveda, unificando todo lo disperso. Un juego con el
mundo entendido como el laberinto donde se mueve la fortuna que diría Juan de
Mena.
La instalación de la casa de Trastámara, primero en la
Corona de Castilla (1369) tras el incidente de Montiel y luego en la Corona de
Aragón (1412) tras el Compromiso de Caspe, creó una visión etnocéntrica de la
Historia de España que valoró su particular pasado, la secular guerra de
Reconquista, como el resultado del contacto con una serie de pueblos inferiores
desde el punto de vista militar e incluso (lo que resulta chocante a un
espectador actual) menos avanzados culturalmente. El contacto con la
civilización europea hizo añicos en pocos años su visión del mundo, y desde
entonces intentaron conjugar los ideales de la caballería procedentes de
Borgoña con el tradicional casticismo de la nobleza y del pueblo a la hora de
afrontar los problemas cotidianos. Alfonso el Magnánimo dio un paso decisivo en
esa dirección con su idea de una red de ciudades centrada en Nápoles, que fue
el inicio de la implantación española de la Europa de los príncipes. La Orden
del Toisón de Oro se convierte en el icono de este vigoroso proyecto político. Sin
embargo, el Estado dinástico de los Trastámara se vio amenazado por dos
factores de primer orden, que hicieron su aparición en la década de 1460. Uno de
ellos es la rebelión de una nueva élite de formas y espíritu cosmopolitas
contra los valores tradicionales y su apuesta por el lujo como matriz del
capitalismo, intensificando el glamour, la moda y el uso del dinero a escala
internacional. El segundo fenómeno, que nadie pudo predecir con anterioridad a
su repentina aparición, es el desarrollo de una cultura de la guerra para
resolver los problemas políticos en la que cada uno de los grupos enfrentados acusa
al otro de traidor y enemigo de la patria. Ocurre por igual en la Corona de
Castilla, donde la nobleza adopta posturas intransigentes, como en la Corona de
Aragón, donde los litigios entre la Generalitat y el rey buscan resolverse en
el campo de batalla con el consiguiente encono de posturas ideológicas y de
juicios de valores de unos contra otros.
Un concepto que evoca poderosamente este sentimiento de
identidad de carácter unitario es la imagen del cosmos español que constituye
el nexo entre el mundo de Juan de Mena o el Marqués de Santillana y el de
Ausiàs March y Joanot Matorell. En su versión más aséptica, ese cosmos español
es el mito del caballero de la frontera que formaba parte de la ficción popular
recogida en el Romancero y de las novelas en las que un héroe singular, tras
haber superado diversas aventuras y algún que otro lío de faldas, se enfrenta
al enemigo secular español, el islam, sea en la Vega de Granada o en las
puertas de Constantinopla. Vemos, así, la asociación de los ideales de la
caballería procedentes de Borgoña y una aspiración concreta y tradicional:
convertir la lucha contra el moro en principio de identidad. Esto es lo más
parecido que podemos encontrar en la España del siglo XV a los proyectos de
cruzada elaborados por la Orden del Toisón de Oro, a la que los reyes de la
casa Trastámara se adhirieron con inusitado interés. Aunque para la gente común
estos ideales eran solo una magnífica oportunidad de regresar a la época de oro
en la que la frontera abría miles de posibilidades de ascenso social y mejora
económica para campesinos, funcionarios sin trabajo, regidores ambiciosos e
hidalgos arruinados. Esta actitud alcanzó dos puntos álgidos durante el reinado
de Enrique III, con la conquista de Antequera por el infante Fernando, antes de
convertirse en rey de Aragón, y en la época de Enrique IV, cuya fascinación por
lo moro era simplemente una coartada para sujetar a la nobleza andaluza
proclive a la disidencia.
La dinastía Trastámara se revuelve, ciertamente, contra las
ideas políticas, sociales y estéticas transmitidas por la tradición castiza
castellana y aragonesa, pero al hacerlo permanece todavía ligada a ella; las
invierte, piensa en contra de los valores del gótico clásico, de inspiración
francesa y, sin embargo, al actuar así opera con los medios intelectuales de
ese mismo gótico en su matiz flamígero, ese humor flamboyant en la historia del
arte, como dijo de él Langlois, el erudito normando de finales del siglo XVIII.
La lucha de los Trastámara retrospectiva contra la estética y la moral del
pasado se mueve hacia una reafirmación de las conquistas militares en la
península Ibérica, el Atlántico y el Mediterráneo. El cauce que guía la
dirección de sus gestas, con Enrique III y Juan II en Castilla o Fernando I y
Alfonso el Magnánimo en Aragón, sigue siendo la interpretación del mundo como
un espacio de aventura comercial, intelectual y artística.
Bibliografía:
L. Suárez, Monarquía hispánica y revolución Trastámara,
Madrid 1994.
J. Valdeón, Los Trastámaras. El triunfo de una dinastía
bastarda, Madrid, Temas de Hoy 2001.
Pedro Salinas, Jorge Manrique o tradición y originalidad,
Barcelona, Península ,2003
J.M.Nieto Soria, Ceremonias de la realeza. Propaganda y
legitimación en la Castilla Trastámara, Madrid ,1993
Jose Enrique Ruiz-Domènec, España, una nueva historia, RBA
editores, Barcelona 2009
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