jueves, 22 de septiembre de 2011

LA REVOLUCIÓN DE LO VIEJO

En una sociedad en la que el estudio de la historia está totalmente desprestigiado y en la que tenemos, paradójicamente, todo el conocimiento a golpe de clic, se hace necesario recuperar los clásicos como grandes agitadores del pensamiento. No es un capricho que fuera Cicerone iluminaba los pasos a Dante en la Divina Comedia, los clásicos siempre nos han socorrido cuando ha sido necesario. Ahora que las revoluciones sociales necesitan un guía, fijémonos en cómo solucionaron el problema en la Edad Media
Hacía 1330 dos hechos históricos convergieron con importantes efectos en la historia de Europa: el cisma de la Iglesia entre el Papa de Roma y el de Aviñón, y la aparición de la vía moderna en la filosofía que se enseñaba en las universidades de París, Oxford, Bolonia o Salamanca. Ambos hechos tuvieron en común el reclamo de una separación de lo sagrado y lo profano. El futuro pasaba por un triunfo del espíritu laico, que, al producirse, abarcó en solitario, durante más de dos siglos, todas las tendencias esenciales del arte, la música, la poesía, la novela, la filosofía...
El hombre clave fue Guillermo de Occam, fraile franciscano, profesor de Oxford, adversario del Papa, amigo del emperador, célebre por el argumento conocido como la Navaja de Occam: “ no debe presumirse la existencia de más cosas que las necesarias”. Occam es un hombre sin temor a la claridad a la hora de descubrir el  mundo por la observación directa, crítica, liberada del sistema escolástico. Propuso sacar a Aristóteles y al averroísmo latino de la enseñanza universitaria e invitó a presentar los fenómenos en su diversidad sustituyendo los signos por imágenes concretas. Era el camino al realismo, que invadió fructíferamente la arquitectura, la orfebrería, la pintura, creando al mismo tiempo un imperio de los objetos, libros, cajas, joyas. A través de una de sus obras, Dialogus, sabemos de la vida interior y de los gustos de los europeos de momento. La modernidad reside en la atención que se presta a las cosas. Faltaba idear un lenguaje político que lo expresara a un público aturdido por la sucesión de desastres.
Marsilio de Padua tenía suficientes motivos para reclamar un lugar en el mundo: discípulo de Occam, rector de la Universidad de París, propagandista del príncipe, amigo de Juan de Jandún, con quien, antes se decía, escribe en latín El Defensor de la paz (1324), vicario del emperador, hombre polémico, carismático, adversario del Papa. Marsilio compartió la misma preocupación de su maestro y la reflejó en la pregunta: ¿Cuál es la fuente del poder?  Y su respuesta fue toda una proclama a favor de la modernidad: “El poder procede de la mayoría de los ciudadanos que promulgan la ley”. Era bastante osado hablar de pueblo, libertad, ciudadanos, ley, mayoría; se vio en la obligación de apoyarse en una autoridad y la encontró en Tito Livio. Los libros de este historiador romano son un compendio de reflexiones sobre el poder, que acompaña al estruendo de las armas como una garantía de la justicia del pueblo: son las armas de los lictores y de los legionarios, no la de los caballeros cruzados.
La vía moderna se miró en el espejo de la Antigüedad y profundizó en los clásicos, hecho clave en el ambiente intelectual: desde entonces cualquier reflexión política será cuidadosa de la intensidad de cada palabra, de cada frase; seducida por el legado de unos pensadores que en Grecia  y Roma superaron las fronteras de lo privado; pero a la vez sensibles a la confesión personal, atentos al ornamento de la prosa convertida en pedagogía de los usos del poder. Aquí bebieron Maquiavelo, Jean Bodin, Hugo Grocio, Francis Bacon, Thomas Hobbes o John Locke; vamos, casi todos los pensadores que tuvieron algo que decir sobre la política. Sólo Europa creó las condiciones intelectuales que permitieron revelar y preservar la herencia cultural del pasado.


Bibliografía:
B. Becker, Civility and Society in Western Europe, 1300-1600. Bloomington & Indianápolis University Press, 1988
Ulrich Beck, La societé du risque: sur la voi d´une autre modernité. París 2001
Louis Dupré, Passage To Modernity. New Haven, Yale University press 1993
José Enrique Ruiz-Domènec,  Europa: Las claves de su historia. RBA 2010

sábado, 17 de septiembre de 2011

UN ANILLO PARA UNIRLOS A TODOS...

Cuando Enrico Scrovegni decidió construir la capilla dedicada a la Virgen de la Caridad buscó un pintor que la dotase de unos frescos con un ciclo iconográfico que pudieran expiar los pecados de su padre, un conocido usurero, qué mejor que la vida de Cristo pensó Enrico. Pero los planes del pintor que sentaría las bases del arte occidental eran otros, simbolizar las aspiraciones de renovación cultural; ese hombre era Giotto di Bondone (h.1267-1336).Todas sus pinturas buscaban el modo de escapar de la maniera grecca, que era como se denominaba al estilo pictórico donde predominaban la composición plana y la temática y estética de los iconos bizantinos. Giotto implantó el fondo azul como soporte de la imagen. Con ese criterio se enfrentó al reto de pintar los frescos de la capilla de la Arena de Padua donde se recrea la vida de Jesús. Giotto se sintió orgulloso en marzo de 1305 cuando se los mostró a su patrón Enrico Scrovegni  tras dos años de trabajo. El espectador de entonces (y el de ahora) advierte de entrada que el ciclo pictórico comienza con una exclusión: el viejo Joaquín es desterrado de la comunidad por ser estéril, marchando a la soledad de las montañas. Es ese elevado lugar se origina el relato: la vida del Salvador  se encamina hacia la alegoría sobre la necesidad del matrimonio en la vida social. Aquel comienzo era el signo de los tiempos.
Giotto comprendió que representar el matrimonio de la Virgen no era simplemente un homenaje a la madre de Dios, también era un modo de crear un icono que sirviera de ejemplo a la sociedad. ¿Acaso el matrimonio no era el principal objetivo del buen ciudadano? ¿Y no era la Sagrada Familia el modelo a seguir? En esta pintura, Giotto narro lo siguiente:

Un hombre entrado en años con aura de santo en la cabeza ha llegado a la puerta de un templo con una comitiva compuesta de jóvenes que parecen hablar entre sí. Se ha detenido ante un viejo sacerdote que conduce su mano con un anillo entre los dedos para acercarlo a la mano de la mujer que tiene ante él, una mujer joven, también con un halo de santidad, a la que acompaña un hombre, que bien pudiera ser su padre, y tres doncellas, testigos del acto. En aquel tiempo el espectador de esta escena no necesitaba  ningún experto en iconografía para decirle que estaba ante la recreación de los esponsales de la Virgen María. El hombre que la entrega es Zacarías. La escena tendrá un éxito extraordinario. Se repetirá numerosas veces y, aunque cada pintor le ofrecerá su peculiar estilo, los tres personajes aparecen siempre en una atmósfera numinosa, prueba evidente de que estamos ante un acto sagrado.
Con Giotto empieza una representación del matrimonio organizada como un tríptico, un recorrido en tres etapas; primero, el cortejo por las calles hasta la puerta de la iglesia; a continuación el intercambio de votos; y, por último, la ceremonia propiamente dicha.
La iconografía de los frescos tiene su origen no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en tradiciones apócrifas procedentes de La Leyenda Dorada de Jacobo de la Voragine acerca de la Virgen María y de sus padres, San Joaquín y Santa Ana. A su vez, el origen último de estas tradiciones se remonta al evangelio apócrifo conocido como Protoevangelio de Santiago.
Durante siglos la parte más atractiva para los pintores, quizá por ser la de mayor intensidad dramática, la más visual, fue la segunda, el intercambio de votos, que en Italia se unió a la entrega del anillo, convertido a partir de ese momento en el símbolo del consentimiento entre los esposos: annulum mantrimoniale.
Satisfecho de que la mitificación de los esponsales de la Virgen María se hubiera convertido en el modelo a seguir, Giotto introduce una necesidad social tan inesperada como eficaz para el futuro del matrimonio en Europa. La presencia de un sacerdote se convierte en un signo de legitimación, como Zacarías en el caso de Virgen, y será él quien pronuncie las palabras definitivas: “Deus coniungat et homo non separet in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti amen”. Poco a poco la autoridad del sacerdote (en otros casos el notario) fue sustituida por el oficiante de la Iglesia. A partir de entonces, el matrimonio de verdad se celebraba en el seno de la Iglesia y así, a lo largo de los siglos, fue abriéndose paso cada vez con mayor aceptación incluso en las capas populares. A finales del siglo XVI era el único modelo existente.
Bibliografía:
Klapisch-Zuber Christine, La famiglia e le donne nel Rinascimiento a Firenze. Bari 1988
Heers Jacques, Le clan familial au Moyen Age. PUF 1974
Herlihy David, Medieval Households. Cambridge Mass. 1985
Ruiz-Domènec José Enrique, La ambición del amor, Historia del matrimonio en Europa. Aguilar 2003

miércoles, 14 de septiembre de 2011

IMÁGENES DEL CAMBIO

A veces el ser humano no es consciente de estar experimentando un momento histórico que cambia su sociedad; ¿lo fuimos todos nosotros al conocer los atentados del 11S en Nueva York? Gracias a la televisión, mientras veíamos caer las Torres Gemelas, sabíamos que algo nuevo iba a comenzar, que aquella acción terrorista suponía el fin del siglo XXI tal y como lo esperábamos pese a estar en 2001, que el mundo islámico no se volvería a ver con los mismos ojos que hasta entonces.
Pero, ¿cómo vivió la sociedad del siglo XVI el paso de la Edad Media a la Época Moderna?¿fueron conscientes igual que nosotros que su mundo se acababa?¿pudieron hacer algo al respecto?
El 29 de agosto de 1526, Luis II rey de Hungría y de Bohemia, se enfrento en Mohács , al sur de Budapest, a Solimán el Magnífico, sultán del Impero Otomano, que unos meses antes había entrado en Belgrado a sangre y fuego. En esa planicie cerca del Danubio, (otra vez), se jugó el futuro de Europa. La caballería pesada magiar cargó contra los cañones y la disciplinada infantería turca. La masacre fue espantosa, el rey murió en la batalla y una parte de Hungría pasó a manos del Imperio Otomano.

El 6 de mayo de 1527, un ejército al mando del duque de Borbón entró en la Ciudad Eterna para castigar a quien se había opuesto a los deseos de Carlos V de una monarquía universal: el Papa Clemente VII, aliado de Francisco I, rey de Francia. El sacco di Roma cuestionó  la verdad, la razón y la justicia. Recordó otros saqueos igualmente destructivos e inútiles.
La conciencia de ambos hechos estaba clara: algo iba mal, muy mal, anotó el historiador florentino Francesco Guicciardini en una epístola consolatoria donde hablaba de la necesidad de introducir un poco de cordura en la política internacional. Era el momento de actuar.
No había transcurrido ni un año del sacco si Roma cuando el duque Guillermo IV de Baviera ordenó realizar una serie de cuadros históricos para el pabellón de caza de su casa de recreo. El más famoso de esos cuadros es La batalla de Alejando, de Albrecht Altdorfer. 

Una reflexión ordenada sobre la Historia por medio de la pintura de una historia. Antes  de comenzar el cuadro, se cuidó de buscar las analogías entre el suceso que le habían encargado pintar, la batalla de Issos, y un acontecimiento de rabiosa actualidad, el avance de Solimán el Magnífico. Al verlo hoy nos damos cuenta que allí se representó en realidad al último de los caballeros, el emperador Maximiliano, y a sus lansquenetes en la batalla de Pavía, y que los persas eran los turcos, que asediaban Viena. El pasado y el futuro quedaron englobados en un horizonte histórico común. Esta pintura es una de las mejores razones para hablar de imaginarios sociales, y no de teorías, en la formación de la Europa moderna.
El cambio de edad se articuló en las relaciones de unos con otros, vale decir, en la aparición de ciertas discriminaciones; por ejemplo, a quién se debía hablar, y cuándo y cómo hacerlo; en esas discriminaciones iba implícito un mapa del espacio social sobre el tipo de personas susceptibles de una asociación, de un encuentro, de un acuerdo económico, político, religioso; y también un sistema de marginación étnica que quedó patente en la construcción del primer gueto judío de Venecia, la ciudad más internacional de esos años. Shakespeare reflexionó sobre su significado al escribir en una de sus obras más inclasificables: ¿El mercader de Venecia se inclina del lado de la comedia o de la tragedia?
Los personajes cristianos, Antonio, Bassanio, Porcia, por admirables que sean, tienen menos peso que Shylock y su hija Jessica. La trivialidad del desenlace nos prepara para las intrigas cómicas del acto quinto. Los cristianos triunfan, pero el espectador retiene las palabras pronunciadas por Shylock sobre la dignidad universal del cuerpo humano: “¿No tiene ojos un judío? ¿No tiene manos, órganos, dimensiones, sentidos, afectos, pasiones? ¿No es alimentado con el mismo alimento, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios? ¿No padece calor y frío a causa del mismo invierno y del mismo verano que los cristianos? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis injusticias, ¿no nos vengaremos? Si somos como vosotros en lo demás, ¿nos asemejaremos a vosotros en eso?”
Sin forzar el sentido, El mercader de Venecia puede leerse como una premonición si tenemos en cuenta lo que les sucedió a esos europeos judíos en los siglos siguientes: primero se les planteó que el bautismo era el ticket de entrada en Europa, como dijo Heinrich Heine; luego se les aisló y persiguió, y finalmente se les quiso exterminar conscientemente, sistemáticamente. Se había encontrado a otro enemigo dentro de Europa

Bibliografía:
Barzum Jacques, Del amanecer de la decadencia. Madrid, Taurus 2001
Gerhard Dietrich, La vieja Europa. Madrid Alianza, 1981
Ruiz Domènec Jose Enrique, Europa las claves de su historia  

Imágenes:

Muerte de Luis II de Hungría en la Batalla de Mohács obra de Bertalan Székely
La batalla de Issos obra de Albrecht Altdorfer

sábado, 3 de septiembre de 2011

ÉPOCA DE CATEDRALES ÉPOCA DE CRUZADAS

En una charla sobre historia y cultura europea me preguntaron no hace mucho, sobre la relación entre los templarios y los cátaros y, a la vez, sobre su influencia en la construcción de las catedrales góticas.
Si bien contesté a mi contertulio, tamaña pregunta requería un artículo completo donde poder desgranar todos los matices que una conversación a varias voces imposibilitaba
El imperativo estético que convirtió estos siglos en una época de catedrales, por decirlo como Georges Duby, entró en conflicto con el imperativo ético que, con igual firmeza, permite calificarlos de época de cruzadas. En efecto, el que Europa explore dos formas tan diferentes de ser, ¿no es señal de su incapacidad para desarrollar su lado positivo, y nada más que el positivo?, ¿no es señal de una carencia en sus convicciones que la hacían pasar sin traumas de la belleza de una iglesia románica, cisterciense o gótica al espanto de una guerra religiosa?
Europa reivindicó los conceptos de luz y racionalidad en la construcción de iglesias, monasterios, hospitales, palacios o lonjas, cuando el abad Suger juzgó ese principio, al idear el transepto de Saint-Denis, la necrópolis de los reyes de Francia, no dudó en afirmar que “el espíritu  ciego sale hacia la verdad a través de lo que es material y, al ver la luz, escapa de su confusión”. Y aún más: el interés por los detalles respondió a la búsqueda de un equilibrio entre el centro y los márgenes, entre el espacio sagrado y los elementos constructivos, vidrieras, rosetones, arbotantes o gárgolas. El arte de las catedrales buscaba un orden perfecto (Fulcanelli lo creyó un misterio) para difundir el mensaje divino a una sociedad rural cuyas élites eran sin embargo urbanas, nobles o burguesas. La creación artística se encuentra por ello encerrada en el juego de una dialéctica compleja, entre la escolástica y el Estado Dinástico, entre la pasión por la riqueza mundana y la aspiración a la pobreza como principal camino a la salvación, entre la serenidad litúrgica y la efervescencia mística, entre la tolerancia y la persecución a los disidentes tildados de herejes.

Las cruzadas son una incomparable enciclopedia existencial de los siglos XII y XIII; cuando se abordan en su conjunto, el relato de los hechos avanza con lentitud, discretamente, sin querer llamar la atención sobre los verdaderos motivos; cada cruzada (de las ocho que el canon ha fijado) es de por sí un hallazgo, una sorpresa. La presencia de la Iglesia de Roma no les quita su carácter político; más bien sirve para ampliar el territorio de lo que sólo la doctrina puede descubrir.
La Primera Cruzada garantizó esos principios. Inicialmente fue una respuesta militar a la petición de ayuda del emperador Bizantino tras la derrota en Manzikert ante los turcos; pero de inmediato, y gracias a la predicación del Papa Urbano II, se convirtió en una guerra que buscó derrotar al islam no sólo en el campo de batalla sino también en el mundo de la ideas estéticas y de los principios morales.
Propaganda, guerra de símbolos, choque de civilizaciones, es difícil elegir una expresión para este tipo de expediciones militares. La nobleza feudal acudió a los cantares de gesta para encontrar respuestas a sus muchos interrogantes sobre la guerra santa. Y se encontraron entre los versos octosílabos pareados una descripción pormenorizada de cómo debían actuar ante el enemigo, el mundo musulmán. Una absoluta trivialidad como la imprudente inventiva de los poetas y su obstinada palabrería a favor de los monasterios de Camino de Santiago dio lugar a una de las más persistentes creencias culturales de Europa. Sólo los cantares de gesta supieron mostrar el inmenso y misterioso poder de un mundo dividido entre nosotros, los buenos, y los otros, los malos.
Es evidente que esos anónimos escritores nunca hubieran podido influir en la sociedad si su línea de pensamiento no sintonizara con las creencias de la gente: miles de individuos, sumidos en la frustración por no haber alcanzado las expectativas de bienestar material que la época prometía; y otros que, aun habiendo adquirido cierto nivel de vida, no se sentían ciudadanos de ese mundo.
El sentimiento contra el otro tuvo un efecto demoledor. Se pudo comprobar en el ataque a Constantinopla de la primavera de 1204, con el pretexto del conflicto entre Venecia y Hungría por Dalmacia. Ese ataque es conocido como la Cuarta Cruzada.
El tiempo y el lugar de la Cuarta Cruzada son la historia de un litigio religioso y la Europa mediterránea. Entre lo que se llamó el Cisma de Oriente y las ambiciones comerciales venecianas, entre el resquemor al Imperio Bizantino y los pactos con los turcos, la diplomacia de los Papas adoptó posturas que consiguieron corroer los modelos de unidad del cristianismo. Esta cruzada revela con claridad meridiana las verdaderas intenciones de las potencias mercantiles europeas. Los sofismas de las Realpolitik convirtieron el ataque a Constantinopla en un síntoma de que Europa viraba hacia Occidente, recelando de Oriente. Una decisión crucial para el futuro del Mediterráneo. Aún hoy sentimos sus efectos.
La cruzada contra los cátaros del sur de Francia empezó con el mismo motivo de recelar de Oriente, a cuyo mundo se vinculaba la religión de los puros: una actualización del viejo maniqueísmo que llegó a través de los bogomilitas de Bulgaria y Bosnia-Herzegovina. Simón de Montfort, al frente de un copioso ejército de caballeros franceses, llegó hasta las llanuras de Muret. De nada sirvió que enfrente estuviera Pedro II de Aragón, un ferviente rey católico. Las palabras habían envenenado la situación y ya nadie era capaz de impedir que el conflicto entre Roma y la iglesia Cátara se resolviera en el campo de batalla; finalmente, entre los muertos figuró el propio rey, que dejaba a su hijo en manos del enemigo. La verdad de todo ello es el interés de la dinastía de los Capetos en poner el pie en el Mediterráneo; como la guerra se prolongó cierto tiempo, los papas y los reyes de Francia invitaron a los inquisidores dominicos a tomar cartas en el asunto y de ese modo el futuro de los cátaros se decidió en los tribunales.

La imposibilidad psicológica de semejante situación clama al cielo. En efecto, lo que ocurrirá a partir de entonces no es un acto de justicia sino un demoledor registro inquisitorial. ¡Es el uso de la tortura para llegar al fondo del alma de unos pobres campesinos por el que, por supuesto, Europa se quedará al final sin dignidad! Sólo que los inquisidores no lo cuentan como un conflicto de creencia; lo exponen extensamente, con todo detalle, explicando cada gesto, cada confesión, para que parezca psicológicamente creíble. Esos registros le ponen a la infamia la máscara de la ley, lo cual le otorga a sus testimonios (y a los centenares que luego les copiarían en la caza de brujas) un inimitable dejo perverso.
El orgullo fanático alcanzó niveles inquietantes, como un constreñimiento deliberado de la vida que significativamente no quedó limitada a este rincón del mundo. Los hombres de acción (mercaderes, escritores o caballeros) prestaron poca atención a esos lamentables acontecimientos: los horizontes abiertos exigían una cultura cosmopolita, integradora, contraria al fundamentalismo, que armonizara el lujo y la libertad, evocando las maravillas de un bazar mundial en el que se pudiese saborear cocinas exóticas, vestir ropas caras, aprender ideas nuevas, sin compromiso, los cátaros eran lo opuesto a todo eso y, como las alternativas al capitalismo hoy en día fueron arrasados en pos del progreso.

BIBLIOGRAFÍA:

Ernst H, Gombrich, Breve historia del mundo. Península 1999
José Enrique Duiz-Domènec, Europa, las claves de su historia.RBA 2010
K. Modzelewski, L´Europa dei Barbari. Le culture tribali di fronte alla romano-cristiana. Turín 2008
Martín Alvira Cabrer y Jorge Díaz Ibáñez (coords.) Medievo Utópico. Sueños, ideales y utopías en el imaginario medieval
Lauro Martines, Power and Imagination. City-States in Renassaince Italy
Colin Platt, King Death: The Black Death and Its Aftermath
Brian Fagan, La pequeña edad de hielo