sábado, 30 de julio de 2011

UN ENIGMA LLAMADO MARÍA DE FRANCIA

Los pocos datos que conocemos de María de Francia son los que nos proporciona el mismo autor en los prólogos de los Lais (Fables, Guigemar, Sant Patricé y Espuegatoire) denominándose a sí misma Maria. Nos dice que vive en un lugar de la Isla Francia, (Fables) pero por alguna de sus expresiones sabemos que es utiliza comúnmente la lengua inglesa, algo que la vincula con los ducados de Normandía. Sabemos que tiene formación clásica ya que conoce el latín y los textos antiguos y es capaz de realizar traducciones a varios idiomas.
Dos son las candidatas a ser nuestra protagonista, Maria de Champagne, hija de Luis VII de Francia y Leonor de Aquitania y Maria de Boulonge, también conocida como Maria de Blois, hija de Esteban de Blois duque de Normandía y rey de Inglaterra.

Con todas estas pistas me atrevería a decir que podríamos estar hablando de María de Champagne que financió en gran parte las obras literarias de Chrétien de Troyes y Andrés el Capellán, como era tradición en la corte de Aquitania (ya Guilhem Poitiers había sido un gran mecenas del mundo trovadoresco y un afamado poeta).
En su obra podemos distinguir episodios de la propia vida de María de Champagne o de su familia, el más claro a mi parecer es el Lay de Guigemar; el joven caballero llega a una tierra en la que el rey ha encerrado a su esposa en una torre a causa de los celos y ésta sólo recibe a su doncella y a un sacerdote. Esta misma circunstancia la vivió Leonor de Aquitania a quien Enrique II encerró en Chinon y Salisbury desde 1173 a 1189 por haber promovido una rebelión de los tres hijos del matrimonio contra su padre.
Sus obras hablan de la sociedad de su momento histórico con numerosos simbolismos que denotan su amplia cultura y refleja, desde una óptica claramente femenina, las preocupaciones de la alta nobleza que utiliza la literatura como medio de expresión para canalizar las complejas relaciones político-familiares que hay entre ellos. No hay que olvidar que María de Champagne era hija del primer matrimonio de Leonor de  Aquitania y que se casó con un vasallo del rey de Francia; pero Leonor se volvió con Enrique Plantagenet, duque de Normandía y rey de Inglaterra, que a la vez era vasallo de Luis VII por unos territorios ocho veces mayores que le reino francés.
La genealogía de los duques de Aquitania está llena de leyendas y hechos reales que bien podrían las llenar páginas de varios libros, no es de extrañar que María viviera con preocupación la división de su familia y tratase de plasmarlo en unas alegorías repletas de referencias al ciclo Artúrico que su propia madre había patrocinado.
Estos son brevemente los principales Lays de María de Francia:

Guigemar
Guigemar es uno de los lais en los que la autora se nombra a sí misma como "María". En el prólogo de este relato aclara la doble intención de su obra: dar justa alabanza a los que se la merecen, a pesar de la envidia de los rivales; y presentar las historias que estaban detrás de algunas de las canciones más conocidas en aquella época. Se ha sugerido que este prólogo es anterior al prólogo general a toda la obra incluido en el manuscrito Harley 978.


Equitan
Este lay parece tener una finalidad didáctica: en los versos 307-310 la narradora dice que "Quien quiera oír un consejo sensato / puede beneficiarse de este ejemplo: / el que planea el mal para otros / puede ver cómo ese mal se vuelve contra ellos". El amor descrito en esta historia es irresponsable, porque los amantes se entregan a la pasión aun sabiendo las consecuencias negativas; además es una relación desequilibrada, e impide que el rey tenga descendencia masculina, lo que provoca inestabilidad social. Moralmente, este amor es cuestionable porque rompe los lazos de lealtad (del rey con su senescal, de la mujer con el marido).

 Bisclavret

"Bisclavret", relato sobre un hombre lobo se basa en un relato popular, posteriormente reelaborado en el Lay de Melion; puede encontrarse una referencia a esta historia en La muerte de Arturo de Thomas Malory.

Lanval

"Lanval" es uno de los lais que se inscriben en la tradición artúrica. Parece basarse en un relato popular, y fue posteriormente adaptado al inglés con el nombre de Sir Landevale, Sir Launfal, o Sir Lambewell. Este lay también está íntimamente relacionado con el relato anónimo de "Graelant", en el que igualmente aparece un hada que exige a su amante que no revele su verdadera identidad. También incluye diversas referencias a la historia antigua; por ejemplo, al describir la opulencia del hada, la compara con la reina Semíramis o con el Emperador romano César Augusto. La denuncia de Ginebra contra Lanval, por su parte, tiene su antecedente en el Génesis (39:7), en el episodio en el que la poderosa reina Putifar acusa falsamente al patriarca José de intentar seducirla contra su voluntad.
Este poema es especialmente conocido dentro del conjunto de los Lais por varias razones: la extensa escena judicial ofrece un cierto grado de comprensión de cómo podría funcionar el sistema legal de la época. Además, es el único lay que describe la corte del Rey Arturo, con referencias a la Tabla Redonda o a la isla de Ávalon. A diferencia de otros lais, en éste sólo se ofrece el punto de vista y las motivaciones del caballero que le da nombre: el hada ni siquiera recibe un nombre, y no se nos describe su psicología ni sus intenciones. En el original, Ginebra acusa a Lanval abiertamente de ser homosexual, algo que en traducciones modernas se ha suavizado a "no tener interés por las mujeres"; además, Lanval es finalmente rescatado por su poderosa y bella amante, lo que invierte los roles tradicionales, en los que la dama es rescatada por el caballero; de ahí que en algunas versiones modernas se altere el texto indicando que Lanval monta el caballo delante de ella en la escena final, en un intento por recuperar los papeles tradicionales.

miércoles, 27 de julio de 2011

TRIÁNGULO EN LA CORTE

Con anterioridad he hablado sobre la institución del avunculus, aquella por la que el hijo de un matrimonio feudal va a educarse a la corte del hermano de la dama ya que ésta es siempre de mayor rango nobiliario.
La idea de tener varios pseudocaballeros adolescentes en la corte de un señor feudal, belicosamente ausente, en su mejor estado, o viejo y achacoso en el peor de ellos, no parece ser el mejor de los escenarios para atemperar las pasiones de la esposa, normalmente insatisfecha y rodeada de cuerpos jóvenes con ganas de agradar a su señora.
Las cortes medievales eran un hervidero de estas secretas pasiones, tanto que hubo que crear una literatura que asesorase a los participantes de tan apasionado juego.

Chrétrien de Troyes decide crear el personaje de Lanzarote del Lago, sobre cuyas espaldas carga la responsabilidad de aceptar o declinar la tentación adúltera de una mujer casada. A diferencia de Erec e Yvain, este caballero de la Tabla Redonda no entrega su alma por un buen matrimonio con una dama de posición, sino que vive por y para el sentimiento amoroso, que provoca en él la tensión entre la lealtad al amigo, a su rey, y el amor a la mujer, la reina. Este dramático principio permite a Lanzarote fijar el territorio de la moral cuantas veces quiera, pues la tentación le acontece en numerosas ocasiones. La cercanía de la esposa de su amigo crea una atmósfera espesa, como si algo infernal fuera a ocurrir. Todo le parece bien para ella, incluso subir a una carreta, un lugar infame, reservado para los criminales. Nada importa salvo su amor.
La moral de Lanzarote no es fácil de entender: se aferra a la lealtad hacia su amigo, el rey,  pero se acuesta con su mujer, la reina. Su mundo vital mira a un tiempo hacia el espíritu de la caballería y hacia un erotismo exacerbado. La ambigüedad domina sus acciones. Algo parecido le ocurre a ella. Y aquí radica el problema, pues se trata de una mujer casada. ¿Puede un matrimonio de amor continuar en presencia de un tercero? Al rehusar las habituales lisonjas del marido e insistir en mantener la distancia mientras acude a las citas del amante, ella embelesa tanto al amante como al marido para que ambos acepten la situación creada, es decir, el triángulo amoroso.
Tras una escena de sexo, la reina regresa junto a su marido, afectuosa, sin sentimientos de culpabilidad, quizás incluso dispuesta a aceptarle también en la cama.
Pese a estar inacabada, esta novela se considera una obra maestra, la culminación del escritor más importante de la Europa del siglo XII. El tema pronto se verá imitado por una legión de seguidores. Puesto que Chrétien siguió trabajando hasta su muerte ( la siguiente novela fue El cuento del grial, comenzada a escribir hacia 1182), cabía siempre la posibilidad de que la terminase buscando una salida a las gavillas del adulterio en las que se habían enredado Lanzarote, Ginebra y Arturo.
En algunos casos se daba rienda suelta a la pasión y la infidelidad se llevaba a cabo, ¿quién no recuerda a Richard Gere besando ardorosamente a Julia Ormond en El Primer Caballero? Aquel amor destruyó la unidad de Camelot y Arturo acabó sucumbiendo ante sus enemigos, traicionado por el caballero en el que más confiaba. No sabemos si el rey sabía de esta traición, sospecho que sí pero creía poder beneficiarse, pero ¿sería capaz de gobernar su reino sabiéndose públicamente que no podía imponerse en su matrimonio?
Pero eso nunca ocurrió. La novela quedó como él la dejó, sin que sepamos nunca el final. Pero ¿era posible un final feliz para una historia de un amor en el seno del matrimonio? La pregunta se prolongará durante siglos.

El caballero de la carreta merece el honor de ser considerada la primera gran novela europea por dos motivos. Primero, porque Chrétien afrontó con decisión uno de los grandes conflictos morales que afligen a los seres humanos desde entonces hasta hoy. ¿Qué hacer cuando el amor llega? ¿Puede una mujer transgredir las leyes y las normas sociales por el mero hecho de sentirse enamorada? ¿Se puede poner fin a la institución del matrimonio para satisfacer un deseo del cuerpo? En segundo lugar, porque Chrétien generó un río de novelas magistrales en los siguientes ocho siglos que buscaban una salida al problema tal como él lo había formulado; no existe un gran novelista europeo que se haya mantenido al margen de esta cuestión.
La institución del avunculus resistiría un par de siglos más, hasta que el estado nación reclamase la autoridad frente a la nobleza feudal pero la literatura caballeresca se transformó en un bestseller europeo que romperá las reglas establecidas en la sociedad desde la irrupción del matrimonio cristiano.
El amor frente al matrimonio configura al fin una inmensa oda al espíritu libre, romántico, decía Hegel. El gesto de una mujer casada, mientras se desnuda delante de un hombre que no es el marido, ha pasado a la literatura como la voz de las heroínas clamando venganza en las tragedias griegas. En este caso, la mujer adúltera, pero enamorada, sabe más de la vida que las diosas de la Antigüedad perseguidas por Zeus. 

sábado, 23 de julio de 2011

ÉRASE UNA VEZ EL MAR

Desde mediados del siglo VIII, el mar Mediterráneo volvió a ser un laberinto como en tiempos de Ulises, pero esta vez un laberinto de la fe. Dos civilizaciones frente a frente, cada una de ellas con fuertes contrastes dentro de sus respectivos territorios: el islam, extendido por un territorio desde Marruecos a Indonesia, aunaba sus diferentes sensibilidades, sunnitas, chíitas, jariyíes, en un proyecto común basado en la voluntad suprema de Alá; la cristiandad, en su versión latina, se extendía por casi toda la actual Europa occidental y en esa época buscaba un nueva forma de gobierno tras varios siglos de invasiones de los pueblos germánicos que pusieron fin al Imperio romano en occidente. El mundo árabe era un mundo de caravanas, pero también de prósperas ciudades favorecidas por la irrigación y el uso de la moneda; el mundo europeo era un mundo de guerreros y de campesinos donde los hacendados agrícolas se troncaron en nobles regionales durante el gobierno de Carlomagno. De un lado, la leyenda de Sumbad el Marino,

 la poesía de Ibn Hazm y la mezquita de Córdoba; del otro, los espacios cerrados de los monasterios; el Apocalipsis de Beato de Liébana, el miniado de la Biblia y el arte románico. Pero el islam, de nueva cuenta, el que se percibe por todos lados pasado el año mil, era una civilización que se debatía entre la crisis política de la península ibérica debido a la fitna que enfrentaba a las familias de Córdoba y el florecimiento de los fatimíes de Egipto, en cuyos puertos recalaban las mercancías procedentes del Índico para ser distribuidas por el Mediterráneo, incluso en las ciudades del norte, de dominio cristiano, donde una nueva clase social daba muestras de una brillante imaginación para que el poder público aceptara el mundo de los negocios mercantiles.
Fueron años de prosperidad económica, se contemplaba con ilusión el crecimiento demográfico, el aumento de la producción agrícola, el desarrollo de las redes comerciales, el intercambio de las ideas científicas y el renacimiento cultural. Algunos escritores imaginaban un futuro capaz de conciliar las diferentes creencias presentes en la sociedad, hacer posible un mundo donde la tolerancia presidiera las relaciones entre las tres religiones del libro, la judía, la cristiana y la musulmana. Los mercaderes y los peregrinos planificaban viajes a lugares lejanos del propio país, como Santiago de Compostela, Jerusalén, La Meca o Medina, los centros de peregrinación de la época, en barcos recién construidos, un avance de la tecnología náutica que afectó al coste de los pasajes que, por su elevado precio, debían sufragarse con créditos sobre las propiedades agrarias o con la venta de ganado. Los poetas se fijaron en algunos héroes capaces de atravesar las fronteras culturales y religiosas sin menoscabo de su identidad. No había ni complejos ni sentimiento de culpa en la aceptación del otro. Prevalecía la confianza en el género humano. Los reformadores se disponían a demoler los vestigios de un sistema social arcaico que dividía a las personas en castas cerradas en razón de su nacimiento. Un amplio porcentaje de jóvenes ingresaban en las actividades urbanas o en la función pública, con la consiguiente mejora en las condiciones de vida. Quedaban atrás las luchas entre bandas rivales a comienzos de siglo por el control del agua y del territorio.

De repente todo cambió. La sociedad fue presa del desánimo, cuando no del miedo a la regresión. No sería la primera vez que ocurría una cosa así, ni sería la última. A menudo la esperanza se adelanta a la experiencia hasta el punto de que las diferencias pueden llevar a la ruina. ¿Sería así en este momento? ¿Podría suceder que las condiciones previas para el desarrollo quedaran simplemente en un proyecto malogrado?
Antes de analizar los motivos de la gran fractura que tuvo lugar en la historia mediterránea en el último tercio del siglo XI, sería bueno saber algo más sobre los hábitos de una sociedad que llevaba siglos viviendo en la tensión entre la civilización islámica y la cristiana. Aquí están, al cabo, las pruebas de todo lo que los pueblos del Mediterráneo perdieron cuando dejaron de entenderse para entrar en un conflicto sin solución aparente.

jueves, 21 de julio de 2011

LA INVENCIÓN DEL ENEMIGO

En un renovado libro sobre la primera cruzada, el profesor del Queen Mary de Londres, Thomas Asbridge, definía recientemente la guerra de la cristiandad contra el islam como una sútil operación de pedagogía religiosa. La excusa fue la petición del emperador bizantino Miguel VII Ducas Parapinaces al papa Gregorio VII para que el ayudase a detener el avance turco en Asia Menor prometiéndole a cambio la unión de las dos iglesias; el Papa no se pudo resistir y puso manos a la obra a los monjes cluniacenses.

Todo comenzó a mediados del siglo XI cuando el monaquismo cluniacense impuso en europa la tesis de que el mundo descansaba en el antagonismo de dos principios fundamentales, el bien, que estaba del lado de la Iglesia, y el mal, que configuraba un dilatado territorio donde las supersticiones convivían con las otras religiones y con las sectas heréticas. Pocos les creían entonces, pero ellos perseveraban utilizando sus mejores armas en la comunicación de esas ideas: las esculturas de los tímpanos de las iglesias románicas con sus pavorosas imágenes del infierno, o los cantares de gesta que contaban historias ejemplares de los hombres de frontera como Guillermo, protagonista de un poema con su nombre, responsable de un pueblo que, pese a algunas diferencias menores, comparte con él una cultura, una forma de vida, una religión; y está decidido a luchar contra los musulmanes, sus viejos vecinos convertidos ahora en sus enemigos. Eso es lo que la propaganda decía en unos versos cautivadores, fáciles de retener en la memoria, convincentes, sobre todo cuando narraban las hazañas de Roldán, sobrino del emperador Carlomagno, el héroe que cumplía a la perfección ese carácter modélico de un hombre santificado por su proeza: la defensa de los valores europeos en los pasos de Rocesvalles.
La muerte de Roldán en el desfiladero de Roncesvalles supuso un profundo alivio para los europeos al comprobar que uno de los suyos era capaz de un acto heroico en nombre de la fe cristiana. La memoria de esa hazaña se transmitió a través de un poema en versos octosílabos pareados que sirvió para difundir el ideal de la guerra santa. ¿cómo se manifestó ese estado de ánimo a lo largo del siglo XII?.
La guerra contra el islam se convirtió en un objetivo estratégico, y se legitimó por adelantado contra todas las normas que quisieran oponerle los nobles feudales contrarios a esas ideas y críticos con ellas, y eso resultó capital, por su capacidad de convicción por medio de la literatura elaborada en las cortes de los príncipes que apelan al orgulloso pasado romano para combatir contra el islam. A los caballeros se les identificó con los héroes de la asediada Troya, en especial con Eneas y Bruto, que sortearon los peligros y se convirtieron en fundadores de importantes estados nacionales. La guerra contra el islam era una necesidad que nadie podía limitar y cuya evolución a lo largo de los siglos será una perpetua sorpresa.
De ahí el tono literario presente en minuciosas descripciones de los combates llevados a cabo por los príncipes y los caballeros de Palestina. Esta distinción se debe al influyente cronista Raymond de Aguilers y manifiesta que la clase dominante aún se dividía en dos estratos superpuestos, unidos por un objetivo común: la guerra contra los sarracenos. Pero inmediatamente después de crear el mito y la necesidad fue preciso elaborar una serie de biografías de caballeros cruzados, como si la biografía fuese el género que más se acercaba a la poética literaria de los cantares de gesta. Así se escribieron las hazañas del valiente genovés Guglielmo Embriaco, del soberbio Ricardo de Salerno, del belicoso Bohemundo de Tarento, del abnegado Gastón de Bearn, del confundido Raymundo de Toulouse, del apasionado Ricardo Corazón de León, del astuto Felipe Augusto y del ambicioso Federico Barbarroja.

En todas estas biografías de caballeros cruzados, el narrador cuenta los hechos, respondiendo a un patrón literario. Cada pequeño acontecimiento ocurrido en Palestina, en cuanto conecta con las ambiciones nacionales del país de origen del héroe, alcanza el valor épico de una hazaña sin parangón. El relato es el recuerdo de algo pasado, memorable sin duda, pero lejano en el tiempo. Para hacerlo se necesita relacionarlo con la literatura épica, a la que era tan aficionado el público de la Edad Media. Esa visión heroica de la vida se incrementó con las batallas de los Cuernos de Hattin el 4 de julio de 1187 y el Alarcos el 19 de julio de 1195. El beneficio social de esa doble derrota de las armas cristianas ante el islam consistió en una cierta cohesión de la clase caballeresca y un incremento del orgullo de ser miembro de esa clase, que contribuyó a una transformación de los arneses defensivos y a una mejora de la táctica militar. Ajenos a la vida económica de los mercaderes y viajeros, los guerreros cristianos y musulmanes continuaron su particular enfrentamiento, e incluso lo incrementaron tras las expediciones de los reyes de Inglaterra y Francia a Palestina y el ataque de Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón y Sancho de Navarra contra los almohades en Navas de Tolosa (1212). El recrudecimiento de la guerra santa. Contribuyó a crear una escisión por motivos religiosos, vigente todavía hoy.
Las cruzadas crearon un foso entre el islam y la cristiandad. Los cristianos tomaron distancia ante un mundo exótico, sobre el que se forjaron las más curiosas leyendas; los musulmanes por su parte desarrollaron una dolorosa añoranza por la unidad de los tiempos del Profeta y de los primeros califas, una añoranza que ha llegado hasta hoy en forma de queja sobre los males inflingidos por occidente a su cultura. Una actitud que justificaría la sentencia de Heródoto, según las cual la historia es el intervalo entre una ofensa y su reparación.

Bibliografía:
Franco Cardini, L´invenzione del Nemico. Palermo, 2006
C. Morris, Propaganda for War, The dissemination of the crusading Ideal in Tweltfh Century. W.J. Sheils (ed.)
José Enrique Ruiz-Domènec, Atardeceres Rojos. Ariel 2007

domingo, 17 de julio de 2011

UNA HISTORIA PARA ROMÁNTICOS

Giuseppe Verdi compuso hacía 1855 la opera en cinco actos I vespri siciliani, una obra romántica enmarcada en la rebelión del pueblo de Sicilia contra el invasor francés que tuvo lugar el 30 de marzo de 1282. la búsqueda de inspiración del genial compositor en el pasado remoto de la isla debemos entenderla como un gesto claramente político dentro de la unificación de Italia, que se encuentra en ese momento en un inpass después de las unificaciones del norte en 1848.
Verdi quiso exaltar el sentimiento nacional contra el invasor imperial recordando los sucesos que expulsaron a los  franceses de la isla en el siglo XIII. Sicilia era un símbolo de la división de Italia ya que el poder había cambiado de manos múltiples veces desde el siglo XI y su recuperación para el nuevo estado italiano se convirtió en la piedra angular del proceso que culminará Garibaldi en 1860.

                                                              "Vísperas sicilianas" (1846) de Francesco Hayez.

El 30 de marzo de 1282, cuando las campanas de las iglesias de Palermo llamaban al oficio de vísperas, se produjo un levantamiento del pueblo de Palermo, que masacró la guarnición francesa (angevina) presente en la ciudad. El levantamiento se extendió a otras localidades de la isla, como Corleone y Mesina hasta que se expulsó completamente de la isla a los franceses. Los sicilianos llamaron en su ayuda al rey 

Pedro III de Aragón. Pedro III podía alegar en favor de su causa los derechos de su mujer Constanza hija del rey Manfredo, de la casa de Hohenstaufen, que gobernó en Sicilia y Nápoles hasta su derrota y muerte a manos de Carlos I de Anjou en la Batalla de Benevento.

La guerra prosiguió tras las muertes de Carlos I de Anjou y de rey Pedro III de Aragón sostenida por sus herederos Carlos II en Cojo, por la parte angevina, y Alfonso III y Jaime II por la aragonesa. Finalmente, tras el agotamiento del ejército angevino, se firmó en 1302 la Paz de Caltabellota, que supuso la independencia de Sicilia bajo el gobierno de Fadrique, hermano de Jaime II de Aragón. Nápoles permaneció en manos de la dinastía angevina.
Los acontecimientos relativos a las Vísperas sicilianas se encuentran relatados en varias crónicas medievales, entre las que cabe citar la famosa Crónica de Ramon Muntaner, donde se afirma que la chispa que encendió la rebelión en Palermo fue el ultraje que unos angevinos perpetraron a unas damas sicilianas.
Desde los primeros años del siglo XI, grupos de aventureros normandos habían llegado a Sicilia para servir como mercenarios. Estos aventureros derrotaron a los árabes que ocupaban Sicilia desde el 827. Entre los normandos se encontraban Roberto Guiscardo, que pasó a Nápoles y expulsó de allí a los bizantinos y quien luego sería Rogelio I de Sicilia, que más tarde completó la conquista de la isla. El reino establecido por los conquistadores ocupaba, por lo tanto, la parte meridional de la Península Italiana.
Tras cerca de un siglo de dominación normanda, los derechos sobre el reino de Sicilia recayeron en Federico II, emperador del Sacro Imperio Romano Germáncio. Su reinado estuvo protagonizado por el conflicto con la Santa Sede, el cual se enmarcaba en el complicado enfrentamiento entre gibelinos y güelfos, dos facciones encabezadas, respectivamente, por el Emperador y el Papa. Federico II fue un poderoso monarca, y los sucesivos pontífices poco pudieron hacer contra él, salvo excomulgarlo.
A la muerte de Federico II en 1250, el Papa Inocencio IV vio la oportunidad de librarse de los Hohenstaufen y colocar en el trono siciliano a un príncipe favorable a él. Ya que había sido la Santa Sede la que había otorgado Sicilia a los normandos en el siglo XI, el Pontífice consideraba que quien fuera monarca de Sicilia era vasallo suyo, y podía, por lo tanto, disponer del reino a su antojo.
En un principio propuso la corona siciliana al hermano del rey de Inglaterra, pero no hubo acuerdo y fue rechazado. En cambio, Carlos de Anjou, hermano del rey Luis IX de Francia, aceptó. Su ambición vio en Sicilia una cabeza de puente para conquistar el Imperio bizantino. Fue nombrado rey en una ceremonia celebrada en Roma en 1266.
A la hora de la verdad, ceñir la corona y contar con el apoyo del Papa no equivalía en verdad a poseer el reino. En efecto, pese a encontrarse en una inestable situación (debida en parte a que el propio pontífice se había dedicado a fomentar las tensiones entre la nobleza feudal del reino), todo el territorio seguía en manos de los Hohenstaufen. Ocupaba el trono Manfredo, hijo de Federico II, aunque ilegítimo. Carlos de Anjou armó un poderoso ejército y se dirigió al sur de Italia, donde derrotó a los sicilianos en la batalla de Benevento, en la que pereció Manfredo. Poco después, la resistencia siciliana, organizada por Conradino, el joven nieto de Federico II, y con el apoyo de los gibelinos italianos, efectuó un intento de recuperar el poder. No lo lograron, pues Carlos los derrotó, capturó a Conradino y ordenó que fuera decapitado. Con ello, Carlos de Anjou se convirtió en el dueño del sur de Italia y Sicilia.


Pedro III de Aragón llega a Sicilia en las famosas “Vísperas Sicilianas” para acabar con el ejército francés de Carlos de AnjouSicilia pasaría a ser un reino más de la Corona de Aragón.
Aunque los sicilianos estaban acostumbrados a ser gobernados por extranjeros, la llegada de los franceses les irritó. El rey angevino instauró un gobierno tiránico y estableció una elevadísima presión fiscal. Cuando exigió a los terratenientes que presentaran sus títulos de propiedad, puso a la nobleza siciliana en su contra: como numerosas familias carecían de escrituras, sus tierras, junto con las de los rebeldes convictos, fueron confiscadas y entregadas a los franceses. Un agravio adicional resultó del traslado del centro del poder de Palermo a Nápoles, lo que relegó a la antigua capital a un papel secundario. Pero lo que más resentimiento causaba hacia los franceses era su actitud arrogante y despótica.
La organización del reino se basaba en una clase dirigente casi exclusivamente francesa. Esta llenó Sicilia de soldados y funcionarios que trataban tanto al pueblo como a la nobleza autóctona con desprecio, ofendiendo su honor continuamente.
Mientras los hombres de Carlos se asentaban en sus nuevos dominios, los principales notables sicilianos partidarios de los Hohenstaufen, entre ellos Roger de Lauria y Juan de Prócida, buscaron refugio en la corte del rey Jaime I de Aragón, convirtiendo Barcelona en un centro político gibelino. No era nada extraño, pues aragoneses y angevinos mantenían una larga rivalidad. Algunos años atrás, el infante Pedro, heredero del rey aragonés, había contraído matrimonio en Montpellier con Constanza de Hohenstaufen, hija de Manfredo y nieta de Federico II. Probablemente los exiliados sicilianos comenzaran pronto a conspirar con los aragoneses para recuperar el trono de Sicilia basándose en los derechos de Constanza y la renuncia al trono de Constanza Augusta, hija ilegitima de Federico II y Blanca Lancia que también tenía derechos sobre la isla.
En la primavera de 1282 Carlos de Anjou se preparaba, en Nápoles, para liderar una cruzada contra el Imperio bizantino y tomar Constantinopla. Se consideraba heredero de los príncipes cruzados y, como tal, pretendía restaurar el desaparecido Imperio Latino. Así, en aguas del puerto de Mesina esperaban las escuadras napolitana y provenzal listas para zarpar a comienzos de abril. Pero un inesperado suceso le obligó a cambiar de planes: el 30 de marzo estalló en Palermo una gran insurrección contra los franceses. Existen distintas versiones sobre cómo se desencadenaron los hechos.
La versión tradicional sitúa la chispa que encendió la revuelta en la iglesia del Espíriu Santo de Palermo, en la que se festejaba el lunes de Pascua y numerosos habitantes de la ciudad se habían reunido para asistir a los oficios vespertinos. En la plaza, junto al templo, los fieles esperaban la hora de iniciar las vísperas cuando llegó un grupo de franceses borrachos. Uno de ellos, un sargento, se dirigió a una joven casada y empezó a molestarla. Su esposo, furioso, sacó un cuchillo y le apuñaló. Los demás franceses acudieron a socorrerle y a vengarle, pero los palermitanos, más numerosos, los rodearon y les dieron muerte justo en el momento en que las campanas de la iglesia y las de toda la ciudad empezaban a tocar.
Existe otra versión bastante más probable que sostiene que el levantamiento estaba planificado y que quienes lo habían organizado habían dispuesto que la señal para la sublevación sería el tañer de las campanas de vísperas.
Sea como fuere, iniciada la rebelión, la ira popular recorrió las calles de Palermo. Al grito de "¡Muerte a los franceses!", los habitantes de Palermo asesinaron a los cerca de 2.000 franceses que se encontraban en la ciudad, incluyendo a ancianos, mujeres y niños. Llegaron a asaltar conventos en busca de clérigos. En las jornadas siguientes el levantamiento se extendió, en primer lugar, por las villas y ciudades cercanas, y después, por toda la isla. Únicamente Mesina se mantuvo del lado de los angevinos, aunque finalmente se unió en abril a la rebelión.
Una vez hubieron conseguido su independencia, los sicilianos pretendieron establecer un gobierno republicano, organizado en comunas, o en ciudades libres inspiradas en el modelo de la Italia central y septentrional. No obstante, dada la situación de indefensión, estas comunas no podrían sobrevivir por sí solas. Primero se solicitó la tutela del Papa. Este, Martín IV, de origen francés, rechazó tomar bajo su protección a la Sicilia que había expulsado al rey Carlos de Anjou.


jueves, 14 de julio de 2011

UN INCENDIO PROVOCADO

Cuando recientemente he leído sobre la animadversión de Alemania hacia Grecia y de su voluntad de hacerla caer del caballo europeo, no pagando el segundo rescate que su economía necesita, he recordado un episodio de los inicios del Sacro Imperio Romano Germánico que también enfrentó a los puntales del entonces embrión germánico con una mujer griega que les ofendió y les hizo cambiar su forma de vida.
En la primavera del año 972, durante los días en que el Papa Juan XIII se encontró con los delegados bizantinos, éstos le confesaron que estaban allí para ultimar el matrimonio de Teófanes, hija del general Juan Zimisces, con el emperador Otón II.
Se lo dijeron con cierta prevención, porque no sabían si el Papa se opondría a la boda. Las relaciones entre las Iglesias de Oriente y Occidente no pasaban por un buen momento. Todo lo contrario: eran rematadamente malas. En cuanto el Papa aceptó el matrimonio, los delegados de la pareja imperial comenzaron a redactar el documento de esponsales. Un precioso rótulo en pergamino dorado donde se anotaron con toda escrupulosidad los derechos de la esposa, convertida en augusta emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico. Lo del título es totalmente seguro. En el mismo documento se fijaba la dote en la misma línea utilizada en el matrimonio de Adelaida con el emperador Lotario unos años antes; y, más allá de las fórmulas de validación, basadas en las Sagradas Escrituras, se percibe el núcleo del debate, cuando Oton reconoció por consejo de su padre, el emperador, que estaba allí con la intención de contraer legítimo matrimonio. La frase está situada estratégicamente en el documento: es la clave de bóveda del proyecto político de los duques de Sajonia.

Poco después llegaron los hijos: primero las niñas Adelaida y Sofía y luego el niño Oton, llamado a ser el emperador del año 1000, el responsable de una de la utopías más fascinantes de aquellos tiempos: la creación de un Imperio Universal que favoreciera el natural deseo de los laicos a una vida agradable lejos de la presión de los monjes.
Si deseamos comprender la situación no debemos olvidar algo importante: para contrarrestar la creciente influencia de las monjas de gandersheim en la vida cultural europea, los intelectuales de la corte de Oton I buscaron una mujer que pudiera competir con la cuñada del emperador, Matilde, abadesa de ese monasterio, y una de las personalidades más influyentes en Europa a finales del siglo X; durante años se había ido creando un estado de opinión en favor de la renuncia al cuerpo como un toque de distinción para las mujeres de cultura. Hasta la boda de Teófanes, había sido imposible oponer a ese movimiento a alguien con el talento y el carisma necesarios. Pero cuando la griega llegó a la corte alemana, todo el mundo comprobó con alivio su capacidad para darle la vuelta a la situación.
La temprana muerte de Oton II en 983 puso de manifiesto la necesidad de una mujer laica con su carácter y su cultura para hacer frente al poderoso lobby monástico parapetado tras la sombra de la emperatriz viuda Adelaida, su suegra. El centro del debate fue desde luego la educación del niño, el futuro emperador, convencidos de que los hijos deben aprender del ejemplo maternal. No olvidemos la escena política: las quejas contra Teófanes aumentaron, el instigador de todas las calumnias que se vertieron sobre ella entonces (y ahora) fue Odilón, el poderoso abad de Cluny, doblado en biógrafo de la vieja Adelaida.
Esta biografía demuestra que los monjes cluniacenses no estaban dispuestos de ningún modo a que una extranjera interfiriera en el control que ellos ejercían sobre los poderes políticos y económicos de aquel tiempo. A lo largo del siglo X, nos encontramos con un conflicto entre dos sectores importantes de la sociedad, los monjes agrupados en torno al abad de Cluny, y el emperador que buscaba el apoyo de los obispados de las ciudades, de los nobles de su familia y de los campesinos acomodados. Una verdadera guerra semiótica les enfrentó: estaba en juego las imágenes del poder, los símbolos de reconocimiento social y el modo de vida. Teófanes fue acusada, sin razón alguna, de concupiscencia del espíritu, algo incluso más grave que la concupiscencia de la carne. Pero fue prudente a la hora de contraatacar. Conocía bien el poder monástico se apoyó en el canciller Hildebald y en el culto obispo de Maguncia, willigis, y consiguió gracias a ese apoyo algunos éxitos notables tanto en la esfera política como en la social. Viajó a Italia para mostrar ante el mundo que ella era y se sentía: augusta emperatriz por la Gracia de Dios, poniendo de manifiesto además que el pastor de la Iglesia era el Papa de Roma y no el abad de Cluny. Más adelante en Rávena, la vieja capital del Imperio, y a la sombra de los mosaicos que representaban la gloria de Justiniano y Teodora (un emperador y una emperatriz que tuvieron a raya a los monjes),
firmó un documento cargado de intenciones políticas, y en el que masculiniza su título imperial: Teófanes por la gracia de Dios augusto emperador. El éxito obtenido en su viaje a Italia, porque la nutrió de gloria y de vergüenza a sus enemigos, fue tema de muchos grandes relatos sobre la dignidad del poder político.
Así fue aproximadamente como Teófanes quiso pasar a la historia: transmitiendo un derecho que había adquirido tras su legítimo matrimonio con el emperador Otón I. frente a las cultas monjas de Alemania que apostaron por la renuncia a los placeres, más retórica que real, nos queda el testimonio de esta joya imperecedera de las virtudes que acompaña un matrimonio bien concebido. La rica herencia de la griega a su hijo es un momento de agudo erotismo político. A su muerte, muy temprana (991), las mujeres que eran elegidas para contraer matrimonio con los emperadores siguieron la misma política.
Así lo entendió Enrique II, el último emperador de la casa de Sajonia, al presentarse en Roma junto a su dilecta coniuge Conigunda para recibir ambos la unción y la corona del Papa; y así lo valoró Conrado II, primer emperador de la casa de Franconia, al situar a Gisela, su esposa, en el centro del poder. Una y otra, Cunegunda y Gisela, concibieron mejor el interés de la soberanía que sus respectivos esposos, y la paradoja del Sacro Imperio Romano Germánico fue que siempre necesitaría de mujeres con talento para poder mantener el equilibrio del poder político. Cuando Enrique III llegó a la mayoría de edad, tras la muerte de su padre (1039), fue conducido por su madre Gisela al matrimonio con Inés de Poitiers, la brillante hija del duque Guillermo de Aquitania.
La sombra del gesto de Teófanes seguía construyendo el Sacro Imperio. ¿Qué predisposiciones morales surgieron en esos años de acceso de las mujeres a la corona imperial? Quizás convendría dirigir la mirada hacia alguno de los obispos que se dedicaban a recorrer las diócesis con una única preocupación en su mente: la creciente excitación sexual del pueblo llano, estimulada por una mejora en la alimentación y en la higiene corporal. Ésa, como en nuestros días las bondades de la sociedad del bienestar, es la otra cara del año 1000 que impuso cambios en valores de la época de forma que nunca volvería a ser la misma.

Bibliografía:
Giuseppe Sergi, La idea de la Edad Media. Ed,Critica. Barcelona 200
Georges Duby, Le chevalier, la femme et le petre. Paris 1981
Pierre J. Payer, Sex and the Penitentials. The development of a sexual code, 550-1150. Toronto University Press 1984
José Enrique Ruiz-Domènec, La ambición del amor. Aguilar 2003

martes, 12 de julio de 2011

ESCENOGRAFÍA PARA UNA HISTORIA



Cuando hablamos hoy en día de Europa lo hacemos desde una óptica anacrónica que distorsiona el pasado del continente. Tendemos a pensar que Europa es el espacio geográfico y político que va desde Portugal a las fronteras rusas y de Escandinavia a Sicilia, sin embargo, olvidamos que durante 200 años Jerusalén fue Europa y hasta el siglo XX la mayoría de los países considerados el motor de Europa ni siquiera existía como realidad política.
Durante el Medievo Europa fue una entelequia creada por la iglesia para hacer frente al mundo islámico. El arte europeo románico y gótico es la expresión del misticismo que pretende representar el Reino de los Cielos en la tierra pero el auge de las ciudades estado traerá otro tipo de arte en el que la escenografía cobrará relevancia frente a la metáfora. asistiremos al nacimiento del paisaje.
  El paisaje construyó Europa, pero, si recuerdo bien a T.S. Eliot, no debemos entender por paisaje los campos que rodean una ciudad, ni el río en cuanto frontera, vía comercial o problema para constructores de puentes, tampoco las montañas y las estepas de los pastores y las caravanas: el paisaje sólo existe cuando el hombre se torna hacia la naturaleza sin una finalidad práctica, en una contemplación libre y gozosa. Así  lo entendió Alexander von Humboldt, el último sabio, si exceptuamos a Darwin; también Rousseau, Schiller, Goethe y, entre los pintores, Turner y Friedrich. Pero ¿quién fue el primero en observar la naturaleza como un paisaje?
El concepto paisaje nació en Italia a mediados del siglo XIV y designó la necesidad de entender el mundo del primer humanismo. Francesco Petrarca, el poeta de Laura, al que Renan calificó de primer hombre moderno, fue quien más se acercó a esa idea: según él, la apreciación del paisaje es un hito en la formación de la cultura de la individualidad ; motivo por el cual en su Canzionere expuso la necesidad de preocuparse por el paisaje que rodea a un yo dañado. Para saber cómo llegó a esa conclusión conviene leer las epístolas familiares; me detengo en una de ellas (la remitida a Diogini da Borgo San Sepolcro), donde comenta su ascensión al monte Ventoux en la Provenza el día 26 de abril de 1335, que hizo para ver lo que podía ofrecerle tan grande elevación. Ridículo, genialidad, sentimiento, el caso es que señaló que estuvo a punto de haber perdido el alma admirando las cosas terrenales que contemplaba.
Viajar para cultivar el yo: una de las ideas que han construido Europa. La escisión entre el pasado y el futuro se determina en la subida al monte Ventoux. Luego todo fue más fácil. Refugiado en Vaucluse, empezó el poema con el que rivalizaría con Virgilio: una epopeya en latín, titula África, sobre la liberación de Italia tras la victoria de Escipión sobre Aníbal. Luego recibió dos invitaciones, una del Senado romano, otra de la Universidad de París, para que aceptara la corona de laurel del poeta. Lo hizo. La inmortalidad. Petrarca no temió esa palabra. Ésa fue su herencia.

La idea de la naturaleza como paisaje anida también en dos creaciones culturales realizadas en la misma época. Primera, en los frescos de Ambrogio Lorenzetti en la sala del Consejo cívico de Siena, donde se representaron las alegorías del Bien y del Mal Gobierno, una figuración persuasiva sobre el poder de las ciudades europeas. Segunda, en los cuentos de Boccaccio que forman el Decamerón. Esos relatos, de un promedio de seis páginas, tienen en común una descripción de paisajes pocas veces superado en la literatura europea. Pese a que las fuentes son diversas, cantare de gesta, fabliaux, folclore, constituyen un espejo de Europa pese a la caricatura y la exageración. Abrió el camino a los escritores que en el futuro buscaron el mapa de los sentimientos humanos, Chaucer, Rojas, Rabelais, Shakespeare, Molière, Lessing; es decir, a quienes se abrazaron al viejo dicho de que lo único que no aguanta el diablo es la risa.
Bibliografía.
Lauro Martines, Power and Imagination. City-States in Renassaince Italy
Colin Platt, King Death: The Black Death and Its Aftermath
Brian Fagan, La pequeña edad de hielo
José Enrique Ruiz-Domènec, Europa, las claves de su historia.
Martín Alvira Cabrer y Jorge Díaz Ibáñez (coords.) Medievo Utópico. Sueños, ideales y utopías en el imaginario medieval 

domingo, 10 de julio de 2011

LOCURAS DE AMOR

El Estado dinástico utilizó el matrimonio para sus fines políticos, como había hecho desde mediados del siglo XII. El caso de María de Borgoña se convirtió en un ejemplo perfecto del destino de las infantas de las casas reales: prometida varias veces y con distintos príncipes, terminó casándose con Maximiliano de Austria, un hombre recio de carácter. Las mujeres aceptaron de buen o mal grado (eso es difícil de saber) su destino en la vida. Pocas se mostraron hostiles o enfadadas. Algunas infantas supieron encontrar incluso un resquicio en las rígidas estrategias matrimoniales de las casas reales europeas por donde conducir el amor. ¿Qué imagen podría ser más explícitamente sensual que una muchacha de sangre real enamorada del príncipe con el que debía casarse por seguir las reglas de la dinastía?.
El caso de Juana de Castilla se hizo célebre en su tiempo porque despertaba la ilusión de que, en medio de los fríos acuerdos diplomáticos, podía aparecer la pasión. El matrimonio por amor, un bello sueño. El retiro ulterior al que Juana se vio obligada generó una mayor intensidad y variedad de emociones en el pueblo. Se decía que el refugio en Tordesillas se debía a que se había vuelto loca de amor al morir su marido. Juana se había casado con Felipe de Habsburgo en 1496 a los diecisiete años de edad, confirmando un pacto entre sus respectivos padres: Isabel de Castilla y Fernando de Aragón por parte de la novia; María de Borgoña y Maximiliano de Austria por parte del novio. Felipe murió en 1507.
Si nos fijamos en el retrato que se hizo con ocasión de la boda, y que se conserva en Viena, vemos que, pese a su elegante vestido brodado rojo y su pelo recogido en un moño y oculto tras un elegante pañuelo de la misma tela que el vestido, resulta evidente que Juana no tenía nada de mojigata. Por la firmeza de su busto juvenil, por la sensualidad de sus labios, por la inquietud que despide su mirada, por la forma de cruzar los dedos y por su decidido empeño de resaltar el talle, Juana entendía bien el arrebato erótico. Nunca rehuyó ningún aspecto de la vida amorosa, no había ninguno que no despertara sus dotes para el comentario malicioso y su sexualidad exacerbada. Un psicólogo nos diría seguramente que se trataba de una reacción al fanatismo religioso de su madre Isabel y a la rígida educación que le fue dada por el Cardenal Cisneros. Hasta el final de su vida, estuvo convencida del amor de su marido. Vivía para eso y lo convirtió en el eje de su conducta.
Sin remilgos de ninguna clase, el exultante comportamiento de Juana en Bruselas tenía un fuerte componente de extravagancia. Los placeres que buscaba provocaron la inquietud de los embajadores de su madre, que envió a fray Tomás de Matienzo para que le informara de primera mano, y la primera palabra que salió de la boca del fraile fue “turbación”. A lo que poco después añadiría otras: “poca devoción”. Juana procuró conservar su ánimo aun sabiéndose vigilada de cerca por los espías de su madre y por los amigos de su marido. Siguió su búsqueda hasta el mismo momento que conoció la muerte: primero de su hermano Juan; más adelante, su hermana mayor Isabel, casada con el rey de Portugal; y, finalmente, de su sobrino Miguel; muertes que la convirtieron en princesa de Asturias, es decir, en heredera de Castilla.

En esos años, el talante de Juana se aproxima más al epicureísmo francés que al estoicismo dominante en la corte de sus padres, dos reyes con pocos escrúpulos que dejaban numerosas víctimas a su paso. ¿Sería ella una víctima más, como lo había sido su prima Juana, que en la corte solía llamar injustamente “La Beltraneja”?. ¿En quién confiar que no fuera el Gran Capitán, por entonces enredado en las guerras de Nápoles? Juana siguió su camino al situar el amor en el centro de su vida matrimonial: convirtió los deseos de su esposo en realidades políticas y dejó de escuchar los consejos de sus padres en favor de la causa de su marido. No obstante las evidencias reunidas por algunos cronistas (y determinados historiadores modernos), no creo que su actitud fuera el resultado de una enajenación mental. Las mujeres del siglo XVI se abrieron al mundo epicúreo que más adelante diseñarían hombres como Rabelais. Deberemos, en efecto, tener presente, especialmente para este caso, el deseo de las princesas de convertir su matrimonio en una experiencia amoroso como habían leído en las novelas artúricas. La muerte de Felipe truncó el proyecto. Lo que pasó después, la propia acusación de que se volvió loca forma parte de una mitología especial de mujeres desgraciadas que descubren la fragilidad de la existencia.

El matrimonio no protege ante la desdicha, al contrario: en ocasiones la incrementa. Pero los debates en torno a ese caso de “amor fou”en el interior de un matrimonio real fueron pronto substituidos por un tema más serio que afectaba curiosamente al hijo de Juana, el emperador Carlos V, enfrentado en Alemania con Lutero. ¿Cuál era la postura del reformador sobre el matrimonio?

Bibliografía:
Christine Klapisch-Zuber, La famiglia e le donne nel Rinascimento. Bari 1988
Jacques Heers, Le clan familial au Moyen Age. Paris 1978
Madelaine Jeay Sexuality and family in fifteenth-Century. 1979
José Enrique Ruiz-Domènec, La ambición del amor. Madrid 2003
José Enrique Ruiz-Domènec, Isabel la católica o el yugo del poder. Península, Barcelona 2004

miércoles, 6 de julio de 2011

AMORES PROHIBIDOS

El mundo Ibérico a finales del siglo XV se debate entre la tradición heredada de la edad media y la modernidad que viene de Italia y los Países Bajos con la irrupción de una clase social que hace tambalear los cimientos de los nobleza castellana. Las estrictas reglas feudales poco o nada valen ante el empuje económico de la burguesía y las costumbres matrimoniales lo serán aún menos. Este fin de ciclo en la hegemonía social de la nobleza lo describiran numerosos literatos pero nos fijaremos en uno que narra los amores de dos jóvenes toledanos.
El testimonio más descarnado sobre las relaciones de las mujeres ardientes y los hombres apasionados proviene de la pluma de Fernando de Rojas. En La Celestina (primera versión, Burgos, 1499) se relata el encuentro de Calisto con Melibea en un jardín adonde el joven toledano había llegado persiguiendo a su halcón. El ambiente es propicio a las confidencias de las mujeres sobre su mundo interior, a la candidez de unas y a la rabia paroxística de otras. Las clases sociales de definen por su moral a la hora de valorar el mundo. Calisto, un joven perteneciente a la burguesía ascendiente y cuya ociosidad le lleva a triviales diversiones, queda sorprendido ante la presencia de una hermosa mujer de noble linaje. Nada más encontrarse con ella le confiesa: “ En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios”. La mujer, sin la cual el hombre no puede vivir, se ha convertido en una diosa, una fuente mágica de creatividad cósmica. Sin ella, él no puede existir; es anulado, pierde la alegría. ¿Qué hacer para conseguirla?.

Existen varias estrategias. Todas coinciden en el papel que desempeñan los criados y el lumpen urbano. De sus intrigas surge la idea de que el amor debe mantenerse oculto a los ojos de los padres de familia. La revuelta juvenil cuenta con el apoyo de ese grupo de malhechores toledanos del tipo clochard, sin preocuparse del horrible hedor de su boca y de sus ropas, como si la búsqueda del amor tuviera que realizarse por medio de esa promiscuidad social. Calisto acepta con docilidad los planes de Celestina, a quien confiesa sus más íntimos secretos. Pero ninguno contaba con la reacción de la muchacha. Para Melibea lo erótico se limitaba al instante de excitación durante el cual el cuerpo se volvía deseable y hermoso, sin que eso significara una quiebra de su honestidad, como se apresura a decirle a Calisto en la primera ocasión que tiene: “ La sobrada osadía de tus mensajes me ha forzado a haberte de hablar. Que habiendo habido de mí la pasada respuesta a tus razones, no sé qué piensas más sacar de  mi amor, de lo que entonces te mostré. Desvía estos vanos y locos pensamientos de ti, porque mi honra y persona estén sin detrimento de mala sospecha seguras. A esto fue aquí mi venida, a dar concierto en tu despedida y mi reposo. No quieras poner mi fama en la balanza de las lenguas maldicientes
A Melibea le horroriza que aquel de quien estaba enamorada la viera como un simple cuerpo de placer, sin la dignidad de la esposa, aunque se controla al hablar del matrimonio. Ante la negativa a caer en sus brazos, Calisto reacciona con vigor y sorpresa: “ ¡Oh mal aventurado Calisto, oh cuán burlado ha sido de sus sirvientes! ¡Oh engañosa Celestina; dejárasme acá de morir y no tornarás a vivificar mi esperanza, para que tuviese más que gastar el fuego que ya me aqueja! ¿Por qué falsaste la palabra de esta mi señora? ¿Por qué has así dado con tu lengua causa de mi desesperación? ¿A qué me mandaste aquí venir,para que me fuese mostrado el disfavor, el entredicho, la desconfianza, el odio por la misma boca de esta que tiene las llaves de mi perdición y gloria?”
Se produjo un momento de silencio durante el cual Melibea buscó las palabras para salir al paso de la desesperación del hombre. Puede que la distancia le infundiera el ánimo para confesar su amor. En ese momento de excitación sonaron la palabras totalmente improbables en cualquier otra situación: “Y pues tú sientes tu pena sencilla e yo la de entrambos, tú sólo dolor, yo el tuyo y el mío, conténtate con venir mañana a esta hora por la paredes de mi huerto”. Poco después de torrente de acontecimientos y emociones que se produjeron aquella noche del primer encuentro, Melibea se enfrentó a la decisión de sus padres de buscarle un marido porque “ no hay cosa con que mejor se conserve la limpia fama en la vírgenes, que con temprano casamiento”. La decisión se apoya en la convicción de que nadie en Toledo rehusaría “tomar tal joya en su compañía”.
Los padre de Melibea hablan deprisa, ajenos a la vida personal de su hija, y lo que decían eran palabras de confianza ciega en las buenas constumbres, como una promesa de futura establece, una promesa que sin embargo no sería fácil por el empeño de la juventud de poner dificultades al orden establecido. El resto de la historia es bien conocido. Calisto posee a Melibea en una corta, pero intensa,noche de amor que termina con la muerte del joven. Luego Melibea se retira a su alcoba reflexionando en voz alta sobre lo ocurrido, palabras que atestiguan el conflicto entre emoción y contención. Melibea decide por el primer camino y pone fin a su vida. Thanatos acompaña a Eros para desafiar la institución del matrimonio concertad, puntal de la vida social europea de finales del siglo XV.
Todas estas historias literarias nos muestran que ni el delirio ni la pasión desbordada son la norma habitual en la sociedad. La mayoría de la gente se propuso vivir al margen de los intensos contrastes, buscando la tranquilidad aseptica del matrimonio como institución separada del amor. Pero un suceso en Castilla vino a complicar las cosas. Se comentaba que Juana, la hija de los Reyes Católicos, estaba loca de amor por su marido Felipe.

Bibliografía:
Christine Klapisch-Zuber, La famiglia e le donne nel Rinascimento. Bari 1988
Jacques Heers, Le clan familial au Moyen Age. Paris 1978
Madelaine Jeay Sexuality and family in fifteenth-Century. 1979
José Enrique Ruiz-Domènec, La ambición del amor. Madrid 2003