jueves, 14 de julio de 2011

UN INCENDIO PROVOCADO

Cuando recientemente he leído sobre la animadversión de Alemania hacia Grecia y de su voluntad de hacerla caer del caballo europeo, no pagando el segundo rescate que su economía necesita, he recordado un episodio de los inicios del Sacro Imperio Romano Germánico que también enfrentó a los puntales del entonces embrión germánico con una mujer griega que les ofendió y les hizo cambiar su forma de vida.
En la primavera del año 972, durante los días en que el Papa Juan XIII se encontró con los delegados bizantinos, éstos le confesaron que estaban allí para ultimar el matrimonio de Teófanes, hija del general Juan Zimisces, con el emperador Otón II.
Se lo dijeron con cierta prevención, porque no sabían si el Papa se opondría a la boda. Las relaciones entre las Iglesias de Oriente y Occidente no pasaban por un buen momento. Todo lo contrario: eran rematadamente malas. En cuanto el Papa aceptó el matrimonio, los delegados de la pareja imperial comenzaron a redactar el documento de esponsales. Un precioso rótulo en pergamino dorado donde se anotaron con toda escrupulosidad los derechos de la esposa, convertida en augusta emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico. Lo del título es totalmente seguro. En el mismo documento se fijaba la dote en la misma línea utilizada en el matrimonio de Adelaida con el emperador Lotario unos años antes; y, más allá de las fórmulas de validación, basadas en las Sagradas Escrituras, se percibe el núcleo del debate, cuando Oton reconoció por consejo de su padre, el emperador, que estaba allí con la intención de contraer legítimo matrimonio. La frase está situada estratégicamente en el documento: es la clave de bóveda del proyecto político de los duques de Sajonia.

Poco después llegaron los hijos: primero las niñas Adelaida y Sofía y luego el niño Oton, llamado a ser el emperador del año 1000, el responsable de una de la utopías más fascinantes de aquellos tiempos: la creación de un Imperio Universal que favoreciera el natural deseo de los laicos a una vida agradable lejos de la presión de los monjes.
Si deseamos comprender la situación no debemos olvidar algo importante: para contrarrestar la creciente influencia de las monjas de gandersheim en la vida cultural europea, los intelectuales de la corte de Oton I buscaron una mujer que pudiera competir con la cuñada del emperador, Matilde, abadesa de ese monasterio, y una de las personalidades más influyentes en Europa a finales del siglo X; durante años se había ido creando un estado de opinión en favor de la renuncia al cuerpo como un toque de distinción para las mujeres de cultura. Hasta la boda de Teófanes, había sido imposible oponer a ese movimiento a alguien con el talento y el carisma necesarios. Pero cuando la griega llegó a la corte alemana, todo el mundo comprobó con alivio su capacidad para darle la vuelta a la situación.
La temprana muerte de Oton II en 983 puso de manifiesto la necesidad de una mujer laica con su carácter y su cultura para hacer frente al poderoso lobby monástico parapetado tras la sombra de la emperatriz viuda Adelaida, su suegra. El centro del debate fue desde luego la educación del niño, el futuro emperador, convencidos de que los hijos deben aprender del ejemplo maternal. No olvidemos la escena política: las quejas contra Teófanes aumentaron, el instigador de todas las calumnias que se vertieron sobre ella entonces (y ahora) fue Odilón, el poderoso abad de Cluny, doblado en biógrafo de la vieja Adelaida.
Esta biografía demuestra que los monjes cluniacenses no estaban dispuestos de ningún modo a que una extranjera interfiriera en el control que ellos ejercían sobre los poderes políticos y económicos de aquel tiempo. A lo largo del siglo X, nos encontramos con un conflicto entre dos sectores importantes de la sociedad, los monjes agrupados en torno al abad de Cluny, y el emperador que buscaba el apoyo de los obispados de las ciudades, de los nobles de su familia y de los campesinos acomodados. Una verdadera guerra semiótica les enfrentó: estaba en juego las imágenes del poder, los símbolos de reconocimiento social y el modo de vida. Teófanes fue acusada, sin razón alguna, de concupiscencia del espíritu, algo incluso más grave que la concupiscencia de la carne. Pero fue prudente a la hora de contraatacar. Conocía bien el poder monástico se apoyó en el canciller Hildebald y en el culto obispo de Maguncia, willigis, y consiguió gracias a ese apoyo algunos éxitos notables tanto en la esfera política como en la social. Viajó a Italia para mostrar ante el mundo que ella era y se sentía: augusta emperatriz por la Gracia de Dios, poniendo de manifiesto además que el pastor de la Iglesia era el Papa de Roma y no el abad de Cluny. Más adelante en Rávena, la vieja capital del Imperio, y a la sombra de los mosaicos que representaban la gloria de Justiniano y Teodora (un emperador y una emperatriz que tuvieron a raya a los monjes),
firmó un documento cargado de intenciones políticas, y en el que masculiniza su título imperial: Teófanes por la gracia de Dios augusto emperador. El éxito obtenido en su viaje a Italia, porque la nutrió de gloria y de vergüenza a sus enemigos, fue tema de muchos grandes relatos sobre la dignidad del poder político.
Así fue aproximadamente como Teófanes quiso pasar a la historia: transmitiendo un derecho que había adquirido tras su legítimo matrimonio con el emperador Otón I. frente a las cultas monjas de Alemania que apostaron por la renuncia a los placeres, más retórica que real, nos queda el testimonio de esta joya imperecedera de las virtudes que acompaña un matrimonio bien concebido. La rica herencia de la griega a su hijo es un momento de agudo erotismo político. A su muerte, muy temprana (991), las mujeres que eran elegidas para contraer matrimonio con los emperadores siguieron la misma política.
Así lo entendió Enrique II, el último emperador de la casa de Sajonia, al presentarse en Roma junto a su dilecta coniuge Conigunda para recibir ambos la unción y la corona del Papa; y así lo valoró Conrado II, primer emperador de la casa de Franconia, al situar a Gisela, su esposa, en el centro del poder. Una y otra, Cunegunda y Gisela, concibieron mejor el interés de la soberanía que sus respectivos esposos, y la paradoja del Sacro Imperio Romano Germánico fue que siempre necesitaría de mujeres con talento para poder mantener el equilibrio del poder político. Cuando Enrique III llegó a la mayoría de edad, tras la muerte de su padre (1039), fue conducido por su madre Gisela al matrimonio con Inés de Poitiers, la brillante hija del duque Guillermo de Aquitania.
La sombra del gesto de Teófanes seguía construyendo el Sacro Imperio. ¿Qué predisposiciones morales surgieron en esos años de acceso de las mujeres a la corona imperial? Quizás convendría dirigir la mirada hacia alguno de los obispos que se dedicaban a recorrer las diócesis con una única preocupación en su mente: la creciente excitación sexual del pueblo llano, estimulada por una mejora en la alimentación y en la higiene corporal. Ésa, como en nuestros días las bondades de la sociedad del bienestar, es la otra cara del año 1000 que impuso cambios en valores de la época de forma que nunca volvería a ser la misma.

Bibliografía:
Giuseppe Sergi, La idea de la Edad Media. Ed,Critica. Barcelona 200
Georges Duby, Le chevalier, la femme et le petre. Paris 1981
Pierre J. Payer, Sex and the Penitentials. The development of a sexual code, 550-1150. Toronto University Press 1984
José Enrique Ruiz-Domènec, La ambición del amor. Aguilar 2003

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