lunes, 8 de octubre de 2012

A PROPÓSITO DE ENRIQUE IV


Recientemente se ha vuelto a poner de moda el clásico debate sobre la impotencia o homosexualidad de Enrique IV, rey de Castilla entre 1454 y 1474. El presente artículo tratará de explicar una compleja personalidad que los historiadores han estudiado a lo largo de la historia pero que sigue sin despejar las dudas sobre este particular personaje que pudo cambiar la historia de España tal y como la conocemos.

El 5 de julio de 1468 moría en Cardeñosa el joven rey usurpador Alfonso XII de Castilla, conocido en su tiempo como Alfonso el inocente, su vida había sido desgraciada. La Liga se quedaba sin “su” rey, y quizás en ese momento Enrique IV respiró. Pero estaba Isabel. Y no tuvo más remedio que firmar con sus enemigos el acuerdo de Toros de Guisando por el cual Isabel era nombrada princesa de Asturias y, por tanto, heredera al trono de Castilla. Los detalles de la intriga creada para llegar a ese punto de aparente concordia nos han hecho olvidar un aspecto que quizás no resulta tan llamativo en apariencia pero que tiene todos los elementos para explicar el enigma de por qué se odiaba tanto (y se sigue odiando) a Enrique IV.
Los cronistas de la época contribuyeron decididamente a ello. Pocos le defendieron y, cuando lo hicieron, buscaron la manera de entrar en su extraño comportamiento, en su psicología diríamos hoy. Y es precisamente la forma de ser de este rey uno de los temas clásicos de la historia de España.
Para Gregorio Marañón en su célebre Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo, escrito en 1941 el calificativo displásico eunocoide le permite fijar un comentario moral sobre su pusilánime actuación política: “Esa enfermedad adopta el tipo degenerativo y actúa en forma de disolución perturbadora de los pueblos que tienen la desdicha de soportarla”. Para José Luis Martín, en su biografía Enrique IV de Castilla, rey de Navarra, príncipe de Cataluña, publicada en 2003, los enconados debates acerca de este rey muestran la necesidad de “tomarlos en serio si se quiere entender esta época de nuestra historia, protagonizada, para bien o para mal, por este monarca”.

Una pantalla de prejuicios, de tópicos, como el de su supuesta impotencia, nos impide llegar al fondo del alma de este hombre y de otros individuos como él, difíciles de calificar, raros. Lo intentó Sigmund Freud a través de una técnica, el psicoanálisis, que no ha hecho más que recibir críticas en los últimos años. Pero no contamos con otra herramienta. La alternativa fácil: usamos las pesquisas analíticas de las psique humana o dejamos el asunto. Convengamos sin embargo que es mejor tratar a Enrique como un enfermo mental que como un pobre hombre obsesionado por el tamaño del pene. Propongo intentar un acercamiento a este rey con criterios del análisis freudiano, la pregunta en ese sentido es la siguiente: ¿por qué Enrique IV nunca respondió a las acusaciones que se vertían sobre su comportamiento y sobre la ilegitimidad de su hija Juana, llamada cruelmente “La Beltraneja”, por ser una supuesta hija de su válido Beltrán de la Cueva? Freud centraría esa conducta entre la vergüenza y la culpa ¿Cuál de las dos orientó la vida de este rey?
La culpa procede siempre del aspecto punitivo del superego;  la vergüenza del aspecto amoroso del ideal del yo. La culpa procede del desafío al padre, y ése fue precisamente el diagnóstico, permítaseme hablar así, de Hernando del Pulgar, quien en sus Claros varones de Castilla afirmó: “Se debe creer que Dios, queriendo punir en esta vida alguna desobediencia que este rey  mostró al rey su padre, (Juan II de Castilla) dio lugar que fuese desobedecido por los suyos”. La vergüenza surge de la imposibilidad de vivir a la altura de su ejemplo interiorizado. En ese sentido, la vergüenza de Enrique IV de conduce a una feroz condena de sí mismo al sentir que nunca podría ser amado como él merecía. Eso le condujo a rechazar a su primera mujer (Blanca de Navarra) y, sobre todo, lo que fue más peligroso desde el punto de vista político, a su hija Juana, de quien en ocasiones decía a sus confesores que era su hija y en otras no “lo era ni por tal la tenía”. Aquí se encuentra el conflicto de Enrique IV; el motivo de la constante ansiedad, depresión y suspicacia que le consumía por dentro. ¿Explica ese estado de ánimo la falta de decisión, la debilidad ante quienes hacían caso omiso de su autoridad, e incluso quienes cuestionaban su legitimidad como rey de Castilla? El temor a la contaminación y a la deshonra le llevó a desear contaminarse a fondo, entrando en contacto con prostitutas y mancebos (de ahí su fama de homosexual), lo que constituye un llamativo ejemplo de la relación entre la desgracia vergonzante y el acto de exhibición desvergonzado.
El exhibicionismo de Enrique IV no conoció la vergüenza. Por una parte, aceptaba todas las sugerencias de la moda de la época: se vestía con aljuba morisca de seda de muchos colores, cabalgaba a la jineta, se sentaba en el suelo con las piernas cruzadas, se mantenía esquivo como la coqueta que nunca dice que no pero que no se compromete, se buscaba el pene a ver cómo era. Por otra parte, quería dominar el mundo, el reino de Granada, Cataluña (no en vano se postuló a ser Conde de Barcelona aunque luego, según su costumbre, se desdijo) quería dominar también los prostíbulos de Segovia, y los convirtió en objetos de si fantasía. Cuando la gente que le rodeaba no le hacía caso (lo que ocurría a menudo), mostraba un rostro expresivo, paralizado, que León Wurmser denominó la máscara de la vergüenza: “la expresión inmóvil, inescrutable, enigmática de una esfinge”. Ese semblante repulsivo no solo servía, en sus fantasías, para ocultar sus propios secretos sino también para fascinar y dominar a los demás, o para castigarlos. ¿Qué decir de Enrique IV arrastrándose por el alcázar de Madrid entre comilonas, vómitos, confesiones, caprichos (como su deseo de ir a ver “las fieras encerradas en el bosque cercado del Pardo”), falta de criterio y de responsabilidad (murió sin hacer testamento y sin recibir los últimos sacramentos)? Lo que se percibe de los últimos días de Enrique IV, de su hundimiento personal, no es más ni menos que la contingencia y la finitud de la vida humana. No puede ni sabe reconciliarse con el carácter hostil de los límites. El registro de sus excentricidades nos hace ver por qué la vergüenza está tan estrechamente relacionada con el cuerpo, que si resiste a los esfuerzos por controlarlo y nos recuerda, por ello, la inevitable limitación que es la muerte. Todas esas acciones eran una forma de humillarse, para evitar descubrir quién era antes de morir. No supo o no quiso hacerlo; nunca lo sabremos.
Recientes estudios médicos han confirmado que: "con toda seguridad Enrique IV padecía desde la infancia una acromegalia originada por un tumor hipofisario productor de GH y PRL, lo que podría justificar la impotencia desde su juventud y otros síntomas claramente referidos en las crónicas. La litiasis renal crónica (dolor de costado, mal de quijada y hematuria) desembocó finalmente en una uropatía obstructiva aguda, causa principal de su fallecimiento. Este hecho no ha sido destacado por los historiadores. No puede descartarse  que la litiasis renal formara parte de un síndrome de neoplasia endocrina múltiple".

 La vergüenza, escribió Nietzsche, existe siempre que hay un misterio y la nobleza castellana no podía soportar otro morbus gothorum que pusiese en peligro el estado que estaba naciendo; Isabel era una apuesta segura.


Bibliografía

Salvá Miguel, Testimonios inéditos para la historia de España Vol XL Madrid 1862 
Martín, José-Luis (2003). Enrique IV de Castilla: Rey de Navarra, Príncipe de Cataluña. Editorial NEREA
Martín, José Luis, "Enrique IV", ed. Nerea, Hondarribia, 2003
Los Trastamara y la Unidad Española. Ediciones Rialp. 1981.
Álvarez Palenzuela, Vicente Ángel  Historia de España de la Edad Media. Editorial Ariel.2007 
Suárez Fernández, Luis La conquista del trono. Ediciones Rialp 1989 
Ruiz-Domènec José Enrique, España, una nueva historia, RBA ediciones 2006
Marañón Gregorio, Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo Madrid 1930
Maganto Pavón Emilio, Enrique IV de Castilla (1454-1474). Un singular enfermo urológico Madrid 2003


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