martes, 17 de mayo de 2011

LA CRUZADA DE LOS POBRES

Malos Presagios
La batalla de Manzikert, en 1071, convulsionó al mundo. Y en lugar de recibir ayuda de la cristiandad, los bizantinos tuvieron que defenderse de los ataques de los normandos a Bari, ciudad que conquistaran el 5 de agosto de ese mismo año, poniendo fin a la presencia imperial en Occidente. La pérdida de Anatolia significaba desde luego un duro golpe para la díficil estabilidad de Bizancio, así como una señal de peligro inminente sobre la propia capital. Una generación vivió bajo los efectos de esa derrota ocurrida en tierras de Armenia. El islam había llegado al mar Negro y todo indicaba que el siguiente objetivo era Constantinopla.


Lo que conocemos como "primera cruzada" se presentó en realidad como un nudo de acontecimientos en el que, en el espacio del lustro que va de 1095 a 1100, parecieron converger y encontrar su solución una serie de elementos estructurales a largo y medio plazo. La expedición emprendida en 1095-1096 está vinculada por un lado a la peregrinación a Jerusalén, y por otro a la tradición del servicio militar mercenario de los caballeros occidentales (sobre todo normandos). Pero también es un episodio militar que, en términos más amplios, repite otros análogos que tuvieron lugar a lo largo del siglo en España, Sicilia, África y Anatolia. Resultado de un evidente y notorio incremento demográfico, representa acaso el primer episodio moderno de irrupción —si no de las masas, sí de multitudes— en la historia. A la manera de un amplio movimiento de reorganización comercial, se encuentra en la base del experimento "colonial" de los principados libres de Siria y de los barrios de las ciudades marítimas latinas en los puertos de Levante.
 
El concilio de Clermont
En el concilio de Clermont se trataron diversos problemas relacionados con la disciplina eclesiástica de Francia, pero al final, el 27 de noviembre, Urbano II hizo un discurso en presencia no sólo de los prelados, sino también de muchos laicos allí congregados, y, sobre todo, de los milites (miembros de los turbulentos grupos feudo-caballerescos, hechos a las guerras intestinas).
Del discurso de Urbano nos han llegado sólo cinco versiones, todas indirectas y obra de otros tantos cronistas, más algún que otro testimonio ocular, aunque no son de fiar porque datan de mucho después, cuando Jerusalén ya había sido conquistada. Así pues, es de suponer que los acontecimientos posteriores influenciaron la memoria de los autores, induciéndoles a falsear las palabras del papa. Según sus testimonios, el pontífice exhortó a los soldados presentes a favorecer el proceso de pacificación en curso en Francia —mediante un sereno desarrollo del país— no deponiendo las armas, sino aceptando la invitación de los cristianos orientales que necesitaban aquellas armas para repeler el peligro turco. Aquellos "cristianos orientales" eran, en concreto, el basileus y los bizantinos. La situación en Anatolia y en el vecino oriente era casi desconocida en la Francia de aquel tiempo. En cambio sí se conocían las vicisitudes españolas —si bien gracias a la poesía épica— y las dimensiones de la guerra contra los musulmanes, de los que no se sabía bien la fe que profesaban, pero a los que se tenía por "paganos" y "enemigos de la Cruz". El itinerario militar propuesto por el papa se atenía objetivamente al de la peregrinación a Jerusalén. Era prácticamente imposible que en Clermont el papa hubiera planteado la hipótesis de la conquista armada de la ciudad. En aquel entonces, era corriente que los aristócratas fueran en peregrinación a Tierra Santa, y a menudo dichos viajes recordaban a pequeñas incursiones militares, dada la inseguridad de los parajes por los que transitaban.
La convocatoria fue un éxito: fueron muchos —y no sólo guerreros— los que se cosieron en la pechera el símbolo de la peregrinación (una cruz roja de tela) y proferían el grito de "¡Dios lo quiere!". Se determinó que la salida del contingente tendría lugar al verano siguiente, pero mientras tanto fueron pasando otras vicisitudes.

Pedro el Ermitaño
Lo que Urbano II no llegó a pensar, o mejor dicho, no se atrevió a formular (una expedición oriental ya estuvo en los proyectos de Gregorio VII), lo dijeron explícitamente, de modo violento o confuso, multitud de "profetas", predicadores errantes, a menudo al límite de la disciplina eclesiástica, que en aquellos años de renovación, pero también de crisis, vislumbraban señales del fin de los tiempos, de la llegada del Anticristo y la proximidad del Juicio Universal.
La tradición romántica nos ha movido a imaginar un nombre y una figura descollante en aquel universo de predicadores alucinados: el monje vagabundo Pedro de Amiens, más conocido como Pedro el Ermitaño. No hay razón para creer que se trate de un personaje imaginario. En realidad es sólo uno, si bien el más famoso, de muchos predicadores itinerantes y sospechosos (muchos de los autores de la reforma de la Iglesia escapaban al control de la autoridad jerárquica) que recorrían los caminos de los peregrinos y los mercados hablando del fin del mundo, de la llegada del Anticristo, de la cercanía del Juicio Universal. Los autores de la reforma habían explotado aquellos afanes "populares", aquellas instancias en cuya base se encontraba el sueño de una Iglesia pobre y pura. Sin embargo, ahora que se había logrado el control de la Iglesia, tenían interés en extinguir aquellas voces.

Los pobres caballeros
Hubo, en vísperas de la expedición y durante sus preparativos, muchos predicadores como Pedro. De algunos de esos "pobres caballeros" que le apoyaron (¿o le utilizaron?) sabemos incluso los nombres. Esos "profetas" autorizados o tolerados por la Iglesia recorrieron Francia, Germania y puede que la Italia septentrional, en aquel tiempo ya tierra de vigorosa e incipiente cultura cívica, de bulliciosas tensiones urbanas, de extremadas pasiones religiosas al borde de la herejía. Ahora que los prelados reformadores parecían haber ganado la batalla eclesiástica, al sustraer a la Iglesia de la interferencia del poder aristocrático e imperial, los tiempos parecían maduros. El mundo había llegado a la conclusión de su historia, el reino de los Cielos estaba próximo. En Jerusalén se había de cumplir la parusía —es decir, la segunda venida de Cristo— y, obviamente, era necesario personarse allí.
Se organizaron tropas de peregrinos sumariamente armados durante el año 1096, a las que siguieron los "profetas", y muchos miembros desarraigados de la caballería, los "pobres caballeros". Grupo heterogéneo éste de los "pobres caballeros", que reunía aventureros en busca de nuevas tierras y de presas fáciles con sinceros convertidos ansiosos por llevar a buen fin su crisis religiosa. En ese contexto se dieron numerosas matanzas de las comunidades hebreas a lo largo de las cuencas de los ríos Reno y Danubio, que la turba rumbo al este fue encontrándose por el camino. Se tenía a la conversión de los judíos como el primer paso para la unión final de todas las gentes, supuesto de la segunda venida de Cristo. Por otra parte, circulaban rumores por Europa acerca de la amistad entre hebreos y musulmanes, acaso reflejo lejano de la realidad española. Y también, en las ciudades que recorrían los peregrinos, hubo intereses por atizar el fuego, pues se estaban organizando los primeros núcleos de la futura burguesía urbana, que tramaban suplantar a los judíos en la actividad crediticia y en su relación privilegiada, especialmente en Germania, con reyes y obispos.
El desorden acarreó más desorden. Los "cruzados populares" fueron atacados, hostigados y dispersados primero por las milicias episcopales de las ciudades que perjudicaban a su paso, como las tropas del rey de Hungría, a quien no le hizo ninguna gracia que aquella multitud indisciplinada cruzara por sus tierras. Por otra parte, la cristianización de los húngaros, un siglo antes, había sido la llave que había abierto el camino de Europa hacia Constantinopla y Jerusalén.El rey húngaro Coloman no se sustrajo a su deber de custodiar y garantizar el camino recorrido por los peregrinos, y así aquella tropa improvisada de pauperes consiguió pasar a Constantinopla en sucesivas oleadas, en el verano de 1096. El emperador se apresuró a procurarles los medios para que cruzaran el Bósforo. A finales del mes de octubre, y ya en territorio asiático, fueron masacrados por los turcos. Pedro de Amiens y unos pocos supervivientes lograron regresar a Constantinopla en otoño, justo a tiempo para encontrar a las tropas de los barones. Durante toda la cruzada, Pedro siguió encarnando su papel propagandístico
Jerusalén fue tomada el viernes 15 de julio de 1099 y Pedro se convirtió en capellán del ejército victorioso. Su sermón en el Monte de los Olivos precedió al saqueo de la ciudad y a la matanza de sus ciudadanos desarmados, musulmanes y judíos
Al regresar a Europa fundó la abadía de Neufmoustier cerca de Lieja, donde falleció en 1115. De la "cruzada popular" poco más se salvó, si acaso el recuerdo de algunos de sus cabecillas, como aquel Emich de Leiningen tristemente famoso por sus feroces masacres de hebreos —comunidad que tanto sufriría también en estos desgraciados episodios históricos—, que parece haber inspirado una leyenda que ha pasado al folclore tedesco y posteriormente a las fábulas de Grimm: el pavoroso cuento de El flautista de Hamelin.

Bibliografía
-Amin Maalouf, "Las cruzadas vistas los árabes"
-Geoffrey Hindley, "Las Cruzadas - Peregrinaje Armado y Guerra Santa"
-Ibn al-Qalanisi, Dhail or Mudhayyal Ta'rikh Dimashq (La Crónica de Damasco de las Cruzadas)
-José Enrique Ruiz-Domènec "Palestina, pasos perdidos"
-Riley-Smith, Jonathan. The First Crusade and the Idea of Crusading

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